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Los candados se abren desatando un ruido metálico que da una idea del grosor y blindaje de la puerta; es pesada, la guardiana que custodia la abre con dificultad. Adentro esperan tres guardias más para la reseña, el paisaje de conjuntos residenciales anterior a la verja de acero cambia y aparecen muros franqueados por garitas y revestidos por tres líneas de alambre de púas, es la cárcel de mujeres El Buen Pastor de Bogotá. La Fundación Teatro Interno realiza una actividad con reclusas que relatan sus historias y aprendizajes a partir de vivir y cumplir una condena.

Los sellos que la guardia coloca en el brazo son la garantía para volver a salir, es una tinta que no cae fácilmente, puede durar días mientras se diluye ayudando a mantener en la retina la efímera percepción de libertad que un día se puede tener y otro no. Después de superar varias rejas se encuentra la parroquia donde un grupo de internas presenta una versión de Antígona.

No pretendo hablar de cárceles en el sentido convencional de la palabra ni de esas mujeres valerosas que intentan sobrellevar su condena, redimir sus culpas y reintegrarse a la sociedad que las excluyó, las señaló y las castigó.

Urpina, una mujer de 65 años criada en una de las vertientes del río Mira, que nunca cometió delito alguno y que por supuesto nunca imaginó la remota posibilidad de pisar una cárcel, terminó en la misma situación que cualquiera de las mujeres que interpretaba Antígona. Desplazada con cinco de sus siete hijos al otro lado de la frontera ecuatoriana, se unió sin saberlo al destino de cualquier convicto. En Ecuador no tiene documentación alguna más allá de un papel roído donde el estado ecuatoriano le reconoce su condición de solicitante de asilo. En la práctica significa que no puede abandonar el país hasta que no se le defina su situación administrativa, no hay unos barrotes que la sometan pero su movilidad es restringida, sus derechos políticos anulados, su condena es el destierro y en la práctica ha quedado sometida a que un funcionario ecuatoriano defina qué derechos se le van a reconocer, desde cuándo y bajo qué condiciones. Muchas de estas personas pueden pasar años solo identificadas con ese lánguido papel, miles más serán denegados y condenados a la ilegalidad en Ecuador o en cualquier país del mundo. Son más de medio millón de connacionales que tal y como a un preso quedan despojados de su condición esencial de ciudadanía.

El exilio y la cárcel desencadenan todo tipo de consecuencias que laceran la dignidad, pero sobre todo que someten el equilibrio emocional de quien lo sufre a las extremas condiciones de la soledad. Eso dijo una reclusa cuando denunció ante el auditorio que no les era permitido asistir a las honras fúnebres de sus familiares muertos. Pero no se refería únicamente a un funeral, hablaba de la crianza de sus hijos, de los momentos importantes de la vida familiar, de ver envejecer a sus padres. Nada de eso pueden hacer porque están privadas de la libertad justo como están privadas de la libertad las personas que tuvieron que abandonar el país. Ninguna de ellas podrá volver a vivir de nuevo en una familia unida hasta que Colombia no les levante la condena al exilio.

Pero si hay algo íntimo que comparte un prisionero y una persona refugiada es el anhelo de recuperar su libertad desde el primer instante en el que la han perdido. Quien entra en prisión elabora con incisiva constancia el momento en el que llegará su orden de salida, los primeros pasos fuera de la penitenciaria, el abrazo de sus seres queridos, la sensación de decidir sobre sus movimientos. Es milimétricamente igual la motivación con la que se vive el exilio. Desde el primer momento en el que se cruza forzadamente una frontera, y aunque el retorno no sea una opción, el pretexto para seguir viviendo es la sensación placentera del reencuentro con la vida que se ha perdido. Y aun así la más trágica coincidencia no es haber perdido la libertad, ni haberla anhelado ni haberla recuperado, unos cuando salen de prisión y otros cuando vuelven a su país. La coincidencia mayor es descubrir que nunca recuperará el tiempo perdido y que aquello que durante años le mantuvo vivo solo fue la mitificación de un deseo; pero que esa ciudad, ese barrio, ese país, esa familia que dejó ya no es la misma, que la ausencia condujo al olvido, que algunos le esperan pero la mayoría transformó y continuó su vida inexorablemente.

Aún hoy, catorce años después de haber salido de Colombia y haber retornado del exilio sigo soñando con personas y lugares que dejé atrás, y que a pesar de tener el privilegio de volver a ver y recorrer, ya no son lo que recuerdo de sus caras y sus voces, ni son las mismas calles que alguna vez recorrí. En mi condición de retornado, como el ex convicto, volví a un lugar que no esperaba, muchas veces hostil, que Gardel describió con premonitoria exactitud…»volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien. Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras te busca y te nombra. Vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez.»

Pd. A toda la gente que aún vive todos sus exilios.

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