Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

Sentado bajo una carpa frente al tibio y bello mar de San Andrés, Juan Manuel escuchó decir a un muchacho desde una carpa contigua —Hey, parce, ¿quién pidió pollo? —.  Con curiosidad se asomó por un ladito y observó cómo cinco jóvenes amontonados miraban pasar a un par de esbeltas chicas en traje de baño cubiertas con pareos.   Los muchachos les lanzaron un par de frases, ellas coquetamente los miraron y sonrientes continuaron su camino.  Juanma, como lo llamaban cariñosamente, recordó que en su niñez, aquella frase la utilizaba su tío Freddy, medio en serio, medio en broma, al ver la cuenta que había que pagar en una tienda, o en un restaurante, o donde fuera.  También se la escuchaba con frecuencia a los vecinos, se volvió un cliché.   Esta expresión, ¿Quién pidió pollo?, significaba “sorpresa por un precio alto”.  En aquel momento la industria avícola colombiana estaba en ciernes y conseguir aves de corral de calidad resultaba costoso; por esta razón los asaderos eran “contaditos”, entonces comprar pollo asado se volvió un lujo, por lo escaso y caro.

Imagen 1. Playa, brisa y mar de San Andrés. Tomada en Pixabay.

Estudiante con un negocio muy particular

Juanma tuvo una niñez feliz, en casa el dinero no abundaba, pero sí el amor, el trabajo y el calor de la familia.  En el barrio contaba con amigos, entre los vecinos se cuidaban y apoyaban.  Sus padres eran don Pedro y doña Magnolia, él albañil, ella ama de casa que, además, preparaba tamales y encurtidos por pedido.  Cecilia era su hermana mayor, seguía él, luego Alba y por último Jorge.

Estudiaba en la escuela, después pasó al liceo. Ambas instituciones ocupaban la misma instalación, una en la mañana y en la tarde la otra.  Fue siempre muy puntual, gracias a la insistencia de sus padres.  Como estudiante le iba bien, no perdía materias, se destacó por ser un alumno juicioso, callado, cumplido.  Siempre llegaba recién bañado, bien peinado, y con la ropa limpia. En los descansos jugaba fútbol con sus compañeros, le pegaba durísimo a la pelota; de vez en cuando salía con unos apuntes graciosísimos que todos aplaudían.

Desde séptimo, y para ayudar a su familia, los fines de semana se iba para diferentes canchas de fútbol a vender paqueticos de coquitos caramelizados.  Su tío Gabriel, experto en estas lides, le vio interés en ganar dinero para sus útiles y ayudar en la casa, así que le habló de los coquitos que él vendía en días de feria, Juanma se entusiasmó y lo invitó un día a su casa.  Gabriel llegó puntualmente cargado de materiales, los que puso sobre el pollo de la cocina, dos cocos, unas astillas de canela, un par de panela, una taza.  Además, un perol, un clavo de acero, un cucharon de madera, una tabla para picar y un cuchillo grueso sin filo.

—Vea mijo, tome el coco, primero le saca el agua haciéndole un hoyo por los ojitos con este clavo, y la echas en una vasija —le mostró cómo se hacía con uno de los cocos.  Juan Manuel tomaba atenta nota en un cuaderno. —Después, coges el coco en una de tus manos y con el lomo del cuchillo le pegas fuerte por la mitad y le vas dando la vuelta — en un santiamén el coco se abrió.

Sacó la pulpa de la dura cáscara, luego la partió en tiritas. Dentro del perol echó una taza de agua, luego una libra de panela y los llevó al fogón.  Cuando la panela empezó a diluirse le agregó cuatro astillas de canela y las tiritas de coco.  ¡Y a revolver se dijo!  Los dos se alternaban por un poco más de 20 minutos.  Le mostró como se iban caramelizando y también, cuándo se debían retirar y poner en una bandeja sobre un papel encerado y separar uno a uno inmediatamente para que no se pegaran.  Esperaron a que se secaran y después le indicó cómo se empacaban en las pequeñas bolsas de papel blanco.  El otro coco lo preparó Juan Manuel, no le fue tan mal como esperaba.

—Juanma, los coquitos caramelizados se meten en una caja, que quede bien tapada.  ¡Ojo!  Coges la bandeja y en la mitad haces una pirámide de cocos con una pequeña cantidad y vas armando las bolsitas frente a la gente, con la intención de que les provoque comprar por el olor y la vista —y le enseñó.

Su tío le prestó un viejo trípode para montar la bandeja con los cocos, una caja con cargaderas para transportarlos y también le dio algunos pesos para el plante inicial del negocio.

Juan Manuel se volvió un experto en cocos caramelizados, madrugaba a prepararlos para llevarlos fresquitos.  Averiguó en qué canchas de fútbol y a qué horas se jugaban los partidos que atraían más gente y así venderlos rápidamente.  Una vez Vladimir, “Michi”, compañero del liceo, y su madre pasaron al lado de la cancha “Alfonso López Pumarejo” y allí lo vieron; se acercaron, Juan Manuel los saludó alegremente y les ofreció una bolsita con el “¡mejor coco del mundo, mundial!”.

—Mijo, está súper rico, crocante por fuera y jugoso por dentro, ¡en su punto! —le dijo doña Paula saboreándose, se llevó otro a la boca —¡Ay, no! —bajó la cabeza y cerró sus ojos.

—¿Qué pasó doña Paulita? ¿El coco le salió maluco o le partió un diente? ¿Qué pasó?  —preguntó angustiado Juan Manuel, mientras Michi la miraba preocupado.

—No, nada de eso. Tranquilos —abrió los ojos, siguió saboreando el coquito y suspiró —están deliciosos, cómo será que me recordó a los que nos preparaba mi abuelita. ¡Son igualitos! ¡Ay, tan ricos!  A los nietos nos hacía dulce de brevas, de mora, de papayuela, pero en vacaciones siempre preparaba estos coquitos y arrancamuelas —suspiró de nuevo —Vea, lo único que le falta es un tris de clavos de olor y listo, idénticos.  Al mismo tiempo que la canela échele dos o tres clavitos no más, y verá, quedarán de rechupete.

Y ese fue el toque secreto que diferenció a sus cocos caramelizados “los mejores del mundo, mundial”.    El Moncho Carmona, la plaga del salón, lo vio alguna vez con su venta ambulante e inmediatamente lo bautizó como “El Coco Salazar”.

El Coco Salazar y la historia

Estando en clase de Historia, el profesor llamaría al frente a uno de sus alumnos para que leyera un trozo de un relato, así que al azar señaló con el índice un estudiante de la lista, el número 37, entonces leyó, Salazar Troncoso Juan Manuel.

—Coco Salazar, al tablero —perifoneó Moncho Carmona usando su mano izquierda como corneta. —Al tablero, Coco Salazar, al tablero —algunos rieron, Juan Manuel avanzó al frente y tomó el libro.

—A ver, explíqueme por qué le dice Coco a su compañero —se dirigió el profe al Moncho Cardona, quien un poco turbado le explicó que era por los cocos caramelizados que vendía.

—Ah, sí, no me diga. Vea usted, todo tiene una razón.  Entonces aprovechemos un recorderis, ¿alguien sabe de dónde salió el nombre para este fruto, por qué lo llamamos coco? —los muchachos negaban con la cabeza, no tenían ni idea.

El profesor se paró al frente del salón y preguntó:

—Díganme, ¿Dónde o a quién más le han escuchado la palabra “coco” pero que no sea para referirse a este fruto?  —todos se miraron sin saber que decir.

—Profe, profe, a mi abuelita, a mi abuelita —contestó Acevedo expectante —vea, en el pueblo, ella para asustarnos nos decía “Sí siguen portándose mal, viene el Coco y se los lleva, oyeron, ¡se los lleva!”.

—¡Exacto! ¡Muy bien! —exclamó mientras aplaudía por la respuesta —en lo que dice tu abuela, el Coco significa fantasma o duende, se usa para atemorizar.  Atención, —gesticuló y bajó la voz como contando un secreto —los españoles recién llegados a estas tierras, al mirarlo sin capacho, veían en la penumbra la cara de un monstruo, de un fantasma,  que los observaba y la asociaron con la del “Coco” del cuento.  Por este motivo aquel fruto fue llamado así, coco —los alumnos escuchaban la historia asombrados.

Imagen 2. Pulpa de coco, en tiras, aceite y el “Coco”. Tomada de Huyền Lương Ngọc en Pixabayen Pixabay.

Imagen 2.  Pulpa de coco, en tiras, en aceite y el “Coco”. Tomada de Huyền Lương Ngọc en Pixabay.

Los tamales y los negocios del barrio.

La familia Salazar Troncoso se distinguía por ser muy trabajadora, todos ayudaban en las diversas tareas y las compartían con alegría.  Doña Magnolia madrugaba a preparar el desayuno y el almuerzo que llevaba don Pedro a su trabajo en un portacomidas metálico.  En el fogón montaba una olla grande con agua y le agregaba una libra de panela, la ponía a hervir para el aguadulce o aguapanela; después de que estaba lista sacaba dos tazadas en una ollita, a la que le echaba dos cucharadas de café para hacer el tinto.  Chila, la mayor, le ayudaba y Juanma se encargaba de batir el chocolate en la olleta con el bolinillo y moler el maíz para las arepas y los tamales. —Hágale flacuchento, eso le ayudará a sacar “huevo”— decía entre risas Cecilia mientras doblaba el brazo y le mostraba el bíceps.  Los primeros días Juan Manuel se levantaba de mala gana haciendo pucheros, pero después se fue habituando y disfrutaba de la frescura del día que apenas comenzaba.

Con frecuencia compraban los alimentos para el diario, sin embargo, cuando había que preparar tamales la cosa era diferente, las cantidades variaban y seleccionaban los ingredientes más frescos.  Al principio, Juan Manuel acompañaba a su mamá a la Revueltería “Sol de la mañana”.  Él cargaba la canasta y allí su madre iba depositando las verduras y frutas.  Aprendió, gracias a ella, cómo seleccionar los plátanos verdes y los maduros, o la papa, la diferencia entre el cilantro y el perejil, entre un tomate de aliño y uno de ensalada, además, que los debía elegir unos pintones y otros maduros, — “mijo, para que no se maduren todos de una vez y así nos rindan” —. O saber cuándo un aguacate estaba verde, pintón o maduro solo con palparlo suavemente.  Don Abundio tomaba un lápiz y hacía la cuenta en un papelito, muchas veces el precio lo calculaba a ojímetro sin pesar los productos, y en ocasiones les encimaba verduras y yerbitas, o con disimulo se los echaba en la canasta, era muy bondadoso.

Con el paso del tiempo Juan Manuel terminó yendo solo a la Revueltería, le gustaba el olor de las verduras, condimentos, frutas y yerbas, decía que “le olía a campo, a vida”.  Aprovechaba para preguntarle a doña Mercedes, la matrona del lugar, para qué servía esto o aquello, en qué comida se utilizaba, ella se alegraba que le preguntaran y le contaba cada detalle.  De ñapa le obsequiaba un mango de azúcar, una mandarina o un banano.  La lista para los tamales poco variaba, papas, zanahoria, arvejas, cebolla, tomate, cominos, azafrán y hojas de bijao. A propósito, él se encargaba de entregarlos a los vecinos, y también de llevarlos al restaurante “Los tres ositos” en el centro de la ciudad.

Imagen 3.  Frutas de la revueltería.  Tomada de Imagen de tookapic en Pixabay.

El granero y la carnicería

Ingredientes como la manteca, el aceite y el maíz trillado los conseguía en “Puerto Arturo”, el granero del barrio, ubicado en una casona sobre la vía principal.  Don Arturo su dueño, trabajaba con sus dos hermanos, Carlos y Arcesio, que vivían también en la casona materna.  La sala fue convertida en la tienda de abarrotes, al atravesar la puerta interna se llegaba al patio, que quedaba en todo el centro de la casa. Cuando surtían guardaban los bultos de azúcar, maíz, arroz, panela, sal, frijoles, y demás en uno de los cuartos, al igual que los tarros de manteca de cerdo; en otra habitación almacenaban los elementos de aseo como el jabón en polvo, en barra, el jabón de tierra, etc.  En bolsas de papel Kraft, Arcesio empacaba granos como el maíz, arroz, azúcar, usando una balanza a la vista del público.  En el solar permanecía el guardián de la vivienda, Nerón, un perro de color negro y de hocico dorado, que muchas veces hacía la siesta a la entrada del granero.

Don Arturo le fiaba a todo el barrio, tenía un cuaderno donde rigurosamente anotaba, con una bella caligrafía, nombre, fecha, hora y valor, fiado o de contado; además de lo que iba abonando cada cliente.  Se caracterizaba por ordenado, parecía todo un contador.   A Juanma le encantaba ir al granero por su amabilidad, sus graciosas historias, y especialmente, porque al final de las compras le obsequiaba un dulce o un turrón de coco.

Su mamá también lo mandaba a la carnicería de don Ramón, un tipo bonachón, alto, corpulento, bigotudo, de sombrero y con un delantal amarillento por el uso.  Para los tamales compraba carne de res, de cerdo, pollo, y tocino para darle un toque más gustoso.  Si era para la casa, pedía una carne dura y fibrosa como “lagarto” para moler o cocinar.  Y para freír, carne pulpa como “huevo de aldana”, en su hogar la hacían rendir al ablandarla sobre la piedra que estaba empotrada en el pollo de la cocina, dándole golpecitos con otra piedra redonda, regalo de la tía Susi, la iban adobando y después a freírla en el sartén.  Algunas veces “el palo no estaba pa´ cucharas” y la carne escaseaba, entonces la mamá lo mandaba a comprar “gorditos”, y en otras “pedacitos”.  Los primeros, compuestos por la empella y el sebo que le sacaban a la carne; los segundos, los “pedacitos”, consistían en lo que quedaba luego de limpiar la carne pulpa.  A Juancito le daba vergüenza pedir este tipo de carne, entonces decía a media voz:

—Don Ramón, me puede vender por favor, una libra de “pedacitos” —y se le encendían las mejillas —es para el perrito de la casa.

—¡Claro mijo!  Y esta vez le encimo este puñado de “gorditos” —le empacaba en una hoja de papel periódico los pedacitos y en otra casi una libra de gorditos.  Él sabía que en aquel hogar había escasez, y que no tenían perro.  Muchas veces, a escondidas de Maruja, su esposa, tomaba un filete de carne pulpa y lo destrozaba para mezclarlo con los demás pedacitos y así venderlo a sus vecinos.

—¡Pero que estás haciendo Ramón de Jesús! —le gritó cuando lo descubrió —¡no friegues!  Así te vas a quebrar, mejor dicho ¡nos vas a quebrar!

—Marujita, mija, no te preocupes, tranquila. Mira hay personas que necesitan más que nosotros, seamos caritativos, “El que da, recibe”.

Aprender a cocinar, una obligación

En casa los chicos se repartían las tareas, unas veces les tocaba barrer, otras trapear, o limpiar las ventanas y muebles, o tender camas.  A Juan Manuel no le daba pereza nada, le encantaba bañarse con agua fría y madrugaba, cómo será que a veces se levantaba antes que el gran Caruso, el gallito del solar vecino.  Siempre estaba dispuesto para lo que se necesitara y aquello lo distinguía. Sin embargo, cuando su mamá lo puso a cocinar no le gustó mucho que digamos. —A ver Juan Manuel, usted tiene que aprender a hacer de todo. Uno nunca sabe qué necesitará mañana, o dónde estará, o si estará viviendo solo. ¡Hay que aprender a desvararse!

Imagen 4.  Caruso, el rey de los amaneceres. Archivo personal.

Así que lo primero que le enseñó a preparar fue el arroz y se convirtió en su especialidad, le quedaba suelto, de buen sabor.  En la cocina le ayudaba a doña Magnolia, aprendió a diferenciar entre un caldo y una sopa, y a calcular el manejo de las cantidades de los productos y tiempos de cocción según la cantidad de comensales. Realmente era virtuoso en la cocina, contaba con buena sazón, terminó disfrutándolo; de ahí que aprovechara tanto para preguntarle a doña Mercedes, “la revoltosa”, como le decía afectuosamente, a la dueña de la Revueltería.  Cuando mercaba buscaba detenidamente los mejores productos, minucioso con las pilas de verduras y frutas, se llenaba de orgullo al llevar la canasta casi repleta para toda la familia. Estaba convencido que disfrutarían de aquellos alimentos y que se acostarían tranquilos y satisfechos, tal como lo pregonaba el dicho “A barriga llena, corazón contento”…

Qué rumbo tomará la vida del Coco Salazar, descúbrelo en la próxima entrega, ¿Quién pidió pollo? Segunda parte.

________________________________________________________________________

Relato anterior

Cómo me chocan los abrazos

Cómo me chocan los abrazos

Referencias
Playa, brisa y mar.  Billo's Caracas Boys.  ene 2020. Recuperado abr 2025 de https://www.youtube.com/watch?v=YxvN_GcbQpo

Compartir post