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Enrique VIII, el segundo monarca de la dinastía Tudor, fue un hombre atribulado, presa de una corte que terminó signando el camino que iba a tomar su vida. Quienes lo conocieron de joven dicen que era un príncipe perfecto, magnífico en los deportes, disciplinado y capaz de escribir complejas disertaciones que deslumbraron a líderes políticos y religiosos, e incluso conmovieron a importantes pensadores de la época como Erasmo de Rotterdam. ¿Cómo podría esta promesa convertirse en la representación de la monarquía entregada a los excesos y la ignominia?
La forma en que la corte fue desfigurando a este brillante monarca, se reflejó en la sucesión de matrimonios (dos de ellos terminados con la decapitación de sus consortes), y que desde entonces se le ha atribuido injustamente, a una lujuria insaciable del rey. Al contrario de lo que se suele pensar, para Enrique VIII los divorcios, muertes y condenas de sus cinco primeras esposas (la sexta sería quien tuviera la suerte de enterrarlo), fueron consecuencia de intrigas de una corte comandada por cancilleres y consejeros que justificaron sus recomendaciones en intereses de Estado: tener un heredero varón que diera estabilidad al reino, o construir alianzas con naciones de una Europa inestable por las continuas guerras entre Francia y España. Cada separación y nuevo matrimonio era una oportunidad que los lores aprovechaban para acrecentar el poder político y económico de sus feudos: logros que duraban poco, porque la traición continua entre el séquito del rey aseguraba que su paso por las privilegiadas posiciones en la corte fuera fugaz y generalmente terminaban en la pena capital.
La vida de este rey fue de desasosiego, ajena al amor sincero, y sus únicas compañías fueron la soledad y el dolor intenso de las úlceras de su pierna. Aún peor fue para él morir sin reconocer en vida un legado importante para su reino. La herencia con mayor significado histórico, como lo fue la separación de la iglesia católica, sólo se consolidaría en manos de su segunda hija, Isabel I. Enrique dejó este mundo como lo vivió: custodiado por miembros del Consejo Real que decidía por él todos los detalles de su ocaso, y que mantuvo su muerte en secreto incluso a su esposa e hijos, hasta no haber sentenciado cómo proceder.
Si Enrique VIII estuviera vivo, y fuera a darle un consejo a Iván Duque, seguro que le recomendaría cuidarse de su corte, desconfiar de aquellos que acompañan un elogio con una advertencia velada, y entre risas zalameras le van indicando cómo gobernar. Aturdido por la camarilla de políticos (muchos de ellos bribones) cuya valía miden en la veneración al expresidente Uribe, adulan a “Iván” sin condiciones, mientras entre dientes y a baja voz dudan si es “uno de ellos”. Anhelan el momento en el cual Duque demuestre qué es capaz de hacer un acto radical para demostrar que no traicionará a la visión sectaria del mundo que ha acuñado el Centro Democrático. Afortunadamente hasta ahora, y a partir de los nombramientos que ha hecho, el mozalbete (como le han llamado los suyos en el pasado), pareciera que no está dispuesto a sacrificar su legado ni entregarse a merced de cualquier corte.