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Ningún lunes tan oscuro como el del 10 de abril del 2017 para los directivos de United Airlines. El video de lo ocurrido la noche anterior que se extiende como un virus incontenible por redes sociales, muestra a un pasajero (adulto mayor, minoría étnica) siendo sacado a las patadas (no es una exageración) de un vuelo sobrevendido por la compañía. En camino a su oficina, el CEO de United, Oscar Muñoz –premiado el mes anterior por la principal revista de relaciones públicas y comunicaciones del mundo, PRWeek, como el mejor comunicador del mundo– debe estar repasando mentalmente los protocolos para enfrentar con su equipo directivo una “crisis de imagen”. Desafortunadamente, es demasiado tarde para atender un apuro que es el reflejo de decisiones de negocio que están siendo tomadas desde años atrás y le costaría, en un par de semanas, un billón de dólares a la compañía.

Se equivocan quienes afirman, con suficiencia de expertos en relaciones públicas, que el problema de United es un asunto de comunicaciones, porque la reputación se construye en la manera de hacer las cosas. Al igual que otras aerolíneas, la reputación de United se ha visto retada por condiciones financieras, operativas y de recurso humano adversas al momento de atender clientes cada vez más insaciables. En cuanto a lo financiero, las aerolíneas tienen altos costos de operación y están bajo la presión de inversionistas que siempre están dispuestos a migrar a otros sectores con mayor retorno a la inversión y menos dolores de cabeza. Adicionalmente, como otros muchos negocios de gran escala, el de transporte aéreo de pasajeros depende de una infinidad de variables en su cadena de operaciones que en la mayoría de los casos no es controlado por la empresa e incluso, están en manos de actores públicos poco confiables (ej. autoridades aeronáuticas y de aeropuertos). Todo esto a cargo de un recurso humano que trabaja bajo la presión de metas operativas y comerciales, que es responsable de la seguridad y estado de ánimo de miles (millones) de clientes con exigencias más difíciles de satisfacer y cargando dispositivos móviles con los que pueden expresar sus frustraciones ante auditorios cada vez más amplios.

Se equivocan entonces los asesores en relaciones públicas, acostumbrados a manejar las crisis desde estrategias de comunicación, cuando no reconocen la diferencia entre un incidente aislado y una verdadera crisis de reputación. Si United tuviese una reputación robusta, hubiera demostrado de manera consistente en el tiempo y en cada una de sus decisiones de negocio, que tiene “una forma de hacer las cosas” diferente a la imagen del pasajero siendo arrastrado por el corredor del avión, el lunes 10 de abril hubiera sido otro. El billón de dólares que perdió el valor en acciones de la compañía no se puede explicar en un ‘videito’ que es viralizado en redes sociales, sino en un evento que materializa la preocupación que se ha venido incubando entre los grupos de interés quienes, desde diferentes formas de ver a la empresa, encuentran que en la escena se refleja la forma de gestionar los retos financieros, operativos y comerciales de la compañía.

El caso de United deja entonces una enseñanza y es que en gestión de reputación, el viejo refrán se invierte: “antes de parecer honesta, la esposa del César tiene que serlo”. Las compañías de todos los tamaños y sectores deben entonces entender que no pueden descargar en raquíticas áreas de comunicaciones la reputación de sus empresas, sino que deben comprometer el gobierno mismo de la compañía para que sus grupos de interés les reconozcan una manera de hacer las cosas. Para esto es importante que se conciba cada acción del negocio, sin importar lo pequeño que sea, como una acción de comunicación y que se eviten los atajos a los que se han acostumbrado algunos asesores de comunicación que priorizan la importancia de la apariencia sobre la realidad.

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