Llega diciembre y con él la época de la nostalgia. Me llegan recuerdos de montañas verdes, noches estrelladas, del olor a musgo que bajaba del monte para el pesebre en la finca de los abuelos, del pino recién cortado, la natillas, los buñuelos, los tamales, de tutaina tuturumaina, ven a nuestras almas, ven nos tardes tanto…
Recuerdo las navidades de mi niñez en Boyacá. Siempre llena de primos, reuniones familiares, de madrugadas con neblina, de leche recién ordeñada, de las melcochas hechas con panela (el piloncillo de los mexicanos) que se batían en el lavadero y tocaba moverlas para envolverlas, mientras se quemaban los dedos, de las obras de teatro que hacíamos con entusiasmo y dedicación. En nochebuena comíamos tamales con chocolate en una mesa larga. Los niños siempre se sentaban en una mesa auxiliar en la parte de atrás. El árbol rebosaba de regalos. Los 25 se mataba un ternero y se hacía cuchuco en una fogata, en una olla inmensa, todos reunidos alrededor del fuego con tanto entusiasmo, tanta vida, muchas carcajadas, música, alegría, ilusión, sueños, esperanza y futuro.
Para mis hijas hemos querido reproducir algo de esas costumbres. Viviendo lejos de Colombia, siempre hemos hecho pesebre y rezamos la novena. Cantamos villancicos de todos los países con nuestros amigos latinos de múltiples nacionalidades. Compartimos tradiciones. Comemos tamales mexicanos y tomamos chocolate colombiano. Los regalos los traía el niño Dios, pero también Santa Claus. Casi siempre viajamos a Colombia, pues el mejor regalo para mi mamá es tenernos juntos.
Sin embargo, esta navidad será distinta; sin viajes, sin familia, sin reuniones. Tan distante por cuenta de un virus que nos sorprendió y nos atacó. Nos dejó indefensos. Nos creíamos tan sabios, tan adelantados, tan científicos y tecnológicos, tan poderosos. Pero nada de eso ha servido. El mundo entero está en jaque. Millones de enfermos y de muertos. Clínicas y hospitales están a rebosar. Los médicos y el personal de salud están cansados y frustrados, son tan poco apreciados, pero muy dedicados. Hasta ahora, después de diez meses, vemos la esperanza con las vacunas que llegan cautelosas. Es una luz al final del túnel.
Este fin de año estaremos lejos de los nuestros. Los que emigramos sí que sabemos de distancia. Estamos acostumbrados a ella, pero ahora se nos impone y nos obliga a ser responsables.
Dicen que hemos aprendido de resiliencia, esa capacidad que tenemos para adaptarnos en las dificultades. Creo que además, en este 2020 hemos comprobado lo frágil que es la vida. Mientras algunos tercos la siguen retando como si estuviéramos en un juego de ruleta rusa, muchos han perdido a sus seres queridos, sin despedidas, sin estar, sin abrazar, sin acompañar.
Dice un dicho que no se trata de esperar a que la tormenta pase, sino de aprender a danzar en la lluvia. Y qué aguacero el que nos cayó. Fue un año raro, difícil y pesado. Pero enfoquémonos en la esperanza. Esperemos que cuando esto acabe seamos menos egoístas.
Agradezco a todos los amigos que me han acompañado. Que han tenido oídos para mis angustias. Esto pasará y recordaremos con humor nuestras sesiones de Zoom. Ya volveremos a abrazarnos. Ya volveremos a compartir. Por ahora, como dice una amiga, en estos días necesitamos paciencia, prudencia y disciplina… Agradezcamos por todo lo que tenemos. Miremos hacia ese mañana. Que el espíritu de la Navidad llene nuestros corazones. Recordemos que celebramos el nacimiento del niño Jesús. Por eso: ven, ven, ven. Ven a nuestras almas, ven no tardes tanto.