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Este es un relato que busca dar respuesta a esa pregunta:

La vida en aquel mundo transcurría entre el ímpetu de los verdes primores de la anhelada primavera y los tristes atardeceres sempiternos de invierno, entre el florecer de los tulipanes y la caída de sus pétalos.

Danzantes arreboles escarlata prorrumpían en los cielos al compás del alba naciente. El coro de las aves perfumaba los vientos del este y el susurro de las aguas sosegaba el espíritu del bosque.

En medio de frondosos paisajes vivía un hombre de pies descalzos y dulce andar. Cada mañana bebía agua del manantial y trepaba los árboles para regodearse con sus frutos. Dondequiera que posase su mirada, una sonrisa impoluta ofrendaba. Era un caballero solitario, lo acompañaba la brisa matinal, el primor de primavera y el abrazo del verano. So pena de su inapelable juventud, desconocía la inmisericorde ola invernal.

Un día cualquiera, el sol vistió de celeste azulejo. Los ríos acallaron sus murmullos, perplejos ante hermosas esculturas de hielo, y las aves buscaron refugio en las oquedades de los árboles. Del firmamento cayeron motas de algodón y el paraíso de colores arco iris desapareció. El hombre reconoció la tristeza con el advenimiento del ocaso otoñal.

Aterido y sin palabras, su sonrisa se desvaneció. Mudo y sin abrigo, guarnecido en una caverna con apenas luz, atendió en su soledad. De sus ojos brotaron las lágrimas y de sus labios emanó el llanto.

Con voz queda, el solitario de la caverna interpeló a Dios: “¿Colibrí, colibrí, dónde estás, hermoso colibrí? El brillo de tus plumas y la intensidad de tu aleteo se han ido junto con el sol y la llegada de la penumbra. Dios, ¿acaso el mundo no merecía grato destino?

Dios se apiadó del hombre y visitó sus sueños. El ámbito onírico tornó en un palaciego universo divino. En la cima de una montaña se erigió un templo y, cual príncipe, fue ataviado el hijo del Señor.

Al cruzar el umbral del portón los querubines elevaron vítores y alabanzas. Embelesado se encontraba el hombrecillo ante la belleza del recinto. Cuatro pilares sostenían la cúpula del templo. La rotonda central guarnecía cuatro pinturas de trazos solemnes.

Un querubín de dócil y enternecedora voz se dirigió a su absorto invitado: “Padre de los hijos venideros e hijo del Padre, el Señor ha escuchado tus plegarías, y en virtud de ello, desea ofrendarte con un obsequio. En el centro de este templo encontrarás cuatro pinturas. Has de elegir una de ellas. Aquella será la dádiva que apacigüe tu tormento en la solitud invernal. Cupido bien hará en acompañarte.”

Primera pintura: la noble gema

Cupido levitó hasta la primera obra: “Adán, si eliges la pintura a mi diestra, obtendrás valor, coraje y fortaleza. La gema de los nobles corazones te hará temerario, olvidarás tu soledad y la tristeza que asola tu espíritu”.

Segunda pintura: el bodegón de alimentos

El pequeño infante alado se postró a diestras de la segunda pintura y manifestó: “Aunque la gema te otorgará gallardía, bríos y valentía, deberás recorrer los valles nevados para conseguir alimento. Si eliges la dádiva a mi derecha, no habrás de salir de tu resguardo. Comerás y comerás hasta saciar tu hambre, sin desfallecer, ni el hambre te subyugará”.

Tercera pintura: el abrigo y las herramientas

Querido hijo del los bosques, si eliges este camino tendrás abrigo y los instrumentos necesarios para cazar. No padecerás frío, podrás iniciar un fuego y se te facilitará la obtención de alimento”, sentenció Cupido.

Adán se acercó al cuarto marco. Al intentar contemplar las figuras albergadas en el lienzo, vio una figura cuya imagen le suscito un sobresalto. Su rostro era armonioso, fino y con garbo. Una barba pulcra y exquisita adornaba los flancos de la cara. Ojos azules y penetrantes lo observaban desde el otro lado de la obra. Deslizó su brazo hasta la barbilla, y, de igual forma, lo llevó a cabo el hombre del óleo. Adán gritó y dio un paso a atrás, tambaleándose y cayendo al suelo con estrépito.

-“Adán, ese eres tú. Es un espejo y aquel era tu reflejo. Si eliges este camino, tú no serás sólo tú, habrá otro, susurró el ángel.

El pobre ermitaño no había tenido oportunidad de contemplar su imagen nunca antes. Las aguas de su paraíso no eran cristalinas, pues los peces abundaban en ellas, impregnándolas de matices coloridos y del brillo de las escamas sobrepuestas al fulgor del sol.

Adán actuó con premura y se dispuso a elegir una de las obras. Empero, Cupido lo invitó a la reflexión y su invitado aceptó. Con el surgir de la luna, la puesta del sol y la aparición de las estrellas, sobrevino la decisión del hijo de Dios.

-Padre y hermanos del Padre. Deseo el espejo.

-Así será, Adán. Sin embargo, cuéntanos la razón de tu noble decisión.

– Si otro hombre me acompaña en el paraíso terrenal, el miedo se difuminará como la bruma de los océanos con el soplido de los vientos provenientes de los cerros. El frío cederá ante el ímpetu del calor humano. Cazar será un juego entre dos niños juguetones y compartiré una sonrisa con un igual, alejando la solitud de mi corazón.

-Como hijo mío, has elegido bien, con sabiduría y sensatez- Sentenció Dios. Con el advenimiento del invierno, la nostalgia invadió los recodos de tu corazón y anhelaste el sentir de las aves, de los insectos y animales, a quienes brindabas tu amor. El sentir del alma ha guiado tu elección. Buscaba amor, y ha optado en consecuencia.

Y así, el cosmos onírico y divino desapareció, dando luces al hombre después de un largo sueño.

***

Con el alba naciente, Adán despertó. No atendió en diferencia alguna. El gotereo del rocío nevado interpretaba una sinfonía de tristeza. ¿Acaso no había sido más que un sueño?

Pasaron 5 días y 4 noches, el hombre se embarcó en busca de alimento afrontando las ventiscas y las heladas. Las setas que brotaban de las grietas de la roca de su cueva habían terminado.

Sin siquiera un abrigo, pronto sucumbió, el frío se apoderó de sus carnes y la desesperanza encadenó su espíritu. En lontananza veíanse los eriales blancos y resecos como único paradigma de inclemente belleza. Sus ojos se tornaron vidriosos y el aliento escapó de sus entrañas. Y la oscuridad se perpetuó ante su mirada estéril.

Cuenta la leyenda que, en ese momento, Dios envió a Eva, y su beso supuso el renacimiento de las flores y la vida bella en el corazón de su hombre, Adán.

Cuando la tempestad asolaba mi espíritu, se manifestó el regalo de Dios. Cuán hermosa era su mirada angelical, cuán tersas y suaves eran sus manos. Cuán enternecedores eran sus labios y cuán hermosa era su figura. Con su compasión cubrió mi cuerpo, cual alas de un ángel redentor, y así brindó sosiego a mi alma aterida, salvándome del invierno. Floreció en aquel momento un regocijo en mi interior, una exaltación de los sentires, un desenfreno de emoción, al cual he de bautizar con un noble nombre: amor.

ÉDGAR MEDINA
@EdgarMed en Twitter
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