La semana pasada escribí un artículo en contra de las actitudes homofóbicas de algunos y debo confesar que aún no me repongo del palo que me han dado, ni he limpiado del todo, la mierda que me han tirado.
De payaso y de marica no me bajan y algunos más benignos han optado por condenarme al fuego eterno. De lo primero tengo mucho, de lo segundo tengo poco y lo tercero, ya veremos. Escribí, palabras más, palabras menos, que a la ministra de educación se la tenían montada por gomela, por mujer y sobre todo por homosexual.
Un profesor, que aún recuerdo, decía en medio de sus clases que cada cual hacía de su culo un candelero y por eso desde entonces me importan más las personas que su sexo no porque no sea importante, sino precisamente por todo lo contrario.
Como si fuera poco, tengo hijas a las que eduqué en plena libertad de gustos y de cultos y lo que decidan al respecto y en general con su vida, siempre estará bien, porque será el producto de sus juicios y sus sueños.
Con mi fe tampoco tengo lío, tal vez porque es muy fuerte, tal vez porque es muy débil, o tal vez por el hecho simple de que me gusta hablar más con Tarzán y no con Chita.
Lo que me aterra sin embargo es el nivel de odio y de ignorancia de todos los comentarios que me hicieron y aunque creo firmemente que cada cual se expresa a su manera y piensa lo que quiere, creo que el estiércol no termina siendo un argumento. Sin embargo, como dicen por ahí, tú te metes, tú te sales y por eso no queda más remedio que bañarse y volverse a perfumar.