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El sábado leo en este diario una polémica entre el presidente del Congreso Roy Barreras y el libretista y ahora supuesto portavoz de un grupo de indignados, Gustavo Bolívar Moreno. Si me preguntan, no hay mucha diferencia entre el médico vallecaucano y el empresario hotelero girardoteño. Partamos de la más sencilla: ambos creen que son escritores y ambos creen que describen la problemática contemporánea de Colombia. No voy a profundizar en Barreras: ya Don Jediondo se encarga de ello en la maravillosa imitación que hace en La Luciérnaga. Sí quiero hablar más del señor Gustavo Bolívar, lobo con piel de oveja como pocos en este país.

Bolívar, apoyado por un editor en decadencia (José Vicente Kataraín) que ‘inventó‘ los «libros audiovisuales», destinados para que «los canales de televisión hagan series basadas en ellos» se ha encargado de convertir la televisión colombiana en un desfile de series de narcotraficantes que parecen ser una fotocopia una de la otra. Después del éxito de Sin tetas no hay paraíso (que le alcanzó para hacer una versión en Telemundo -que se emitió aquí- y una película -que se vio aquí, y que incluyó el regalo para la protagonista: unos implantes cuya operación fue grabada por Bolívar y mostrada en la película al mejor estilo de documental de Discovery Channel-), Caracol y RCN comenzaron a aprovechar la plétora de libros audiovisuales (Madame Rochy, Andrés López, manuscritos del mismo señor Bolívar…) para llenar el primetime de niñas con implantes prominentes, siniestros capos (desde los reales hasta los pastiches). La excusa de Bolívar es contar la historia de este país, y habla de la polémica que genera «por su lenguaje descarnado y real«.

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Gustavo Bolívar, el indignado (Foto tomada de Kien&Ke)

Ahora, ver a Bolívar posando de indignado después de haber hecho tres versiones de su obra magna es, por decirlo menos, indignante. El repetir la historia (primero con la niña devenida en prostituta y ansiando unos implantes en sus senos, luego con ese remix de narcotraficantes que es Pedro Pablo León Jaramillo) no la hace más pedagógica: la hace, si acaso, más reiterativa. Me pregunto yo, ¿qué necesidad había de repetirla tres veces, más allá de lo mercantil? No hay mucha diferencia entre lo que él hace (repetir, una y otra vez, esa historia) y lo que han hecho, históricamente, las dictaduras al decir «tal pueblo/persona es mala». Héctor Abad, en su mordaz «Los hampones literatos» de 2005, explica mucho mejor este efecto:

Cuando dentro de 100 años los estudiosos y los historiadores hagan sus investigaciones bibliográficas sobre los libros publicados en Colombia a finales del siglo XX y principios del XXI, se encontrarán con una gran cantidad de libros, aparentemente testimoniales, escritos por hampones o dictados por estos a periodistas mercenarios. Verán entonces que estas ‘vidas ejemplares’ que se nos proponen hoy como lectura popular, eran una especie de santoral invertido, el autoelogio hagiográfico de los delincuentes. Así como Jacopo da Varagine, en el siglo XIII, propuso la leyenda de Santa Marta, Santa Juliana y San Macario, para edificación de los cristianos, aquí se nos proponen hoy las hazañas delictivas de Castaño, Mancuso, Pablo Escobar, el ‘Osito’ o ‘Popeye’ [yo agregaría a Catalina, Marcial, Pedro Pablo León Jaramillo y la Perrys-ASF], para admiración de los colombianos. 

Libros con poca vida útil, apropiadamente llamados «de ocasión«, que en algunos años terminarían arrumados en las pilas de descuentos de librerías varias, gracias a la televisión son eternizados. Y Bolívar, quien sabe bien que su fama es tan efímera como sus letras, ahora encontró otra profesión: catedrático de indignación contra la clase política. Algo fácil en Colombia. En una sociedad llena de razones para indignarse (desde los carros del Congreso que Bolívar sueña destruir hasta las acciones de las siglas), Bolívar se ha erigido como líder, ha montado una organización y ha impulsado marchas al respecto, llevando incluso a personajes como Antanas Mockus y Gustavo Petro a unirse.

Hace unas semanas, una de mis estudiantes me preguntaba: ¿cómo queremos mejorar nuestra imagen hacia afuera cuando nosotros mismos producimos las imágenes que nos hacen quedar así? Tal vez la respuesta a su pregunta provenga del magnífico libro El insomnio de Bolívar del mexicano Jorge Volpi (México: Debate, 2009: 186):

De momento, la mayor parte de estas obras se ha conformado con regodearse con la descripción de los hábitos y caprichos de estos criminales -incluidas sangrientas escenas de violaciones u homicidios- y, en casos extremos, ha terminado por banalizar sus figuras o, peor aún, por concederles un aura mítica. Si aún existieran las polémicas literarias en nuestros días, una de ellas tendría que concentrarse en el peso moral de estas novelas que, limitándose a clonar modelos bien probados, sólo aspiran al éxito comercial.

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Gustavo Bolívar, el inquisidor (Foto tomada de Semana)

Sólo la historia mostrará a Gustavo Bolívar como lo que es: uno de los mayores oportunistas de Colombia. Una persona cuyas obras reflejan el mismo morbo que nos hace ver a Laura Bozzo, el mismo morbo que nos hace ver los programas de chismes. Como los directores de cine nazis o los de películas de desastres, nos repitió tanto a Catalina y a Pedro Pablo que los convirtió en estereotipo, en un cliché no muy diferente al del narcotraficante colombiano o al terrorista musulmán.

Ni Corzo ni Barreras ni Ordóñez son santos de mi devoción. Pero lo último que quiero es que la persona que nos enseñe a «indignarnos» sea el mismo que durante años se ha lucrado de la miseria de otros. Como diría Hernando Martínez Rueda Martinón, el olvidado poeta satírico bogotano: «al caco, y es claro, en Caconia lo juzgan sus pares«.

(La próxima semana, la continuación de Abajo la tarea)

En los oídos: Love Will Come Through (Travis)

@tropicalia115

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