Les confieso que he estado en una especie de bloqueo propio de las últimas semanas de trabajo académico. Pero ayer dos noticias se combinaron: en la mañana, Clara López y Jorge Robledo anunciaron demandas al presidente Santos y a los expresidentes Uribe y Pastrana por el manejo que se le dio a la demanda nicaragüense ante la Corte de La Haya; en la noche, se confirmó la muerte cerebral del arquero Miguel Calero.
¿Cómo se combinan? Se las respondo fácil: muy seguramente algunos mal llamados hinchas de equipos rivales de aquellos donde jugó Calero en Colombia (los mismos que piden a gritos el regreso de los dineros calientes al fútbol, los mismos que celebran la muerte de Andrés Escobar o la enfermedad de la esposa de Luis Delgado, los mismos que le gritan los familiares o jugadores trágicamente fallecidos a los rivales) celebrarán el fallecimiento del arquero vallecaucano. Ya los veo en las redes sociales, refugiándose en trapos (lo siento, no merecen llamarse banderas) azules, verdes, rojos, amarillos, blancos… no importa. Yo soy hincha del Liverpool, pero eso no significa que vaya a celebrar el accidente aéreo de Munich que enlutó al Manchester United.
Y esa, lo siento, ha sido la reacción de gran parte de Colombia ante el fallo de La Haya. Como hooligans o barrasbravas, hemos pedido cabezas a diestra y siniestra. Es culpa de los cancilleres, es culpa de los presidentes, es culpa de la Corte, es culpa de la estrategia diplomática, es culpa de un complot de multinacionales… No importa. Las reacciones, sin excepción, se han quedado en la alharaca y en la incapacidad de reconocer errores (¿Por qué, mientras Colombia tuvo tres embajadores en La Haya, Nicaragua tuvo uno que conocía toda la burocracia de la Corte? ¿Qué hacía el coordinador de la defensa colombiana en La Habana y no en La Haya? ¿Dónde estaban los líderes sanandresanos?), mientras que oportunistas de oficio (como cierto libretista girardoteño que ahora posa de líder indignado) piden juicio político a todos, sin excepción. Y una pregunta: ¿Qué habría pasado si el fallo no nos hubiera quitado nada y hubiera quedado tal y como queríamos? ¿Estaríamos pidiendo a gritos salir de la jurisdicción de la Corte, o sería la pareja Ortega-Murillo la encargada de atacar la voluntad «oligárquica» de los jueces?
En Colombia somos expertos en reaccionar con la cabeza caliente ante cualquier afrenta a nuestra nacionalidad. Recuerdo cómo hace unos años, el periodista Andrés Ospina escribió en su blog cómo Juanes, Shakira, Fonseca y otros greatest hits de la única colombiana reciente eran «grandes farsantes de la música en Colombia«. Ospina es, para los comentaristas, poco menos que un apátrida. La respuesta de Ospina es sencilla pero contundente: «el apoyo popular de nuestro pueblo se fundamenta sobre todo en idealismos mentirosos y en patrioterismos construidos». Defender a Shakira y Juanes «porque son colombianos» es equivalente a atacar a David Letterman porque dijo que «el talento de miss Colombia era meterse bolsas llenas de heroína» y convocar (desde la representación diplomática colombiana, ojo) a protestas afuera del Ed Sullivan Theater en Manhattan, que llevaron al pobre Letterman a invitar a la reina de turno (Andrea Noceti) a desafinar Noches de Cartagena.
Nuestra cabeza caliente nos alcanza para, como barras bravas, atacar todo lo que no se acomode a nuestra santa voluntad. Por eso no apoyar a Gustavo Bolívar equivale a ser porrista de los corruptos. Por eso no seguir ciegamente a Petro es sinónimo de oponerse a la paz. Por eso aquí, en Colombia, todo lo que no signifique apoyar ciegamente al líder de cada extremo y tragarse el Kool-Aid de la cinta de Moebius equivale a ser catalogado, automáticamente, como lo opuesto.