En una historia que parece digna de Los funerales de la Mamá Grande de García Márquez o del capítulo de Los Simpsons sobre los movimentarios, leo que al fallecido presidente venezolano Hugo Chávez se le entregó el Premio Nacional de Periodismo de su país. El jurado adujo que Chávez fue un «comunicador social y gladiador invicto contra la mentira y la manipulación mediática, quien contribuyó al rescate de la historia y actuó sin descanso para que hoy los venezolanos podamos enarbolar ante el mundo que tenemos Patria», palabras que podrían decirse, sólo cambiando algunos nombres, de Adolf Hitler por parte de Der Stürmer o de Jim Jones y su Templo del Pueblo.
Lo que me llamó la atención de la presentación de la noticia por parte de Venezolana de Televisión fueron los epítetos dedicados a Chávez. Comandante Supremo, Líder Eterno (al mejor estilo de Kim Il-Sung), Gigante Eterno, «el mejor comunicador de la verdad e historia venezolana». Recordé, al leer la noticia, cómo cuando murió Chávez, su amigo Mahmoud Ahmadinejad dijo que él resucitaría junto a Jesucristo y al Mahdi (el mesías de la rama chiíta del islam), lo que le causó reprimendas por parte de los ayatolás que gobiernan Irán.
Pero los apodos no son exclusivos del líder de la Revolución Bolivariana. Su sucesor, Nicolás Maduro, es llamado Mandatario Obrero y Conductor del Pueblo, este último aludiendo a su antigua profesión de conductor en el Metro de Caracas. Cuando leí los epítetos de los dictadores venezolanos no pude evitar las conexiones con otros nombres que se ponían sus colegas durante el siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI. Son de todos conocidos el Führer, el Duce y el Caudillo de España por la Gracia de Dios. Pero hay unos menos conocidos pero igual, sino más, grandilocuentes que los usados por Chávez, Hitler, Mussolini y Franco. En la República Democrática del Congo (antigua Zaire), su cleptócrata Joseph-Desiré Mobutu se renombró como Mobutu Sese Seko Nkuku Ngbendu Wa Za Banga, o «El guerrero todopoderoso que, gracias a su resistencia y voluntad inflexible para ganar, va de conquista en conquista y deja fuego en su estela». En Irán, el shah Reza Pahlavi se hizo llamar Aryamerh (luz de los arios) y Shahanshah (rey de reyes). Christopher Hitchens (Amor, pobreza y guerra. Bogotá: Debate, 2010: 422) escribe cómo, en un libro llamado Habla coreano disponible en las librerías de Pyongyang, aparece una expresión útil para aprender coreano: «El presidente Kim Il-Sung es el sol de la humanidad». El centroafricano Jean-Bédel Bokassa, cuando se proclamó emperador, se equiparó a Clodovico, Carlomagno, san Luis IX, Napoleón y Charles de Gaulle.
Siempre los dictadores (así tengan el velo de un partido político y de elecciones, como ocurrió en México con el PRI y ocurre en Venezuela con el combo Chávez-Maduro-boliburgueses) buscan generar ese vínculo paternalista con su pueblo. En Turkmenistán, por ejemplo, el dictador Saparmurat Niyazov se autoproclamó Turkmenbashi (padre de los turcomanos) y llegó a tal extremo que cambió los nombres de los meses por nombres tan significativos como el de su madre, el del libro que escribió y el de -por supuesto- Turkmenbashi. No es casual, tampoco, que una de sus imágenes paradigmáticas sea el dictador con un niño: Stalin, Mao, los Kim (incluyendo al joven Kim Jong-Un), Hitler, el Conducător del pueblo rumano Nicolae Ceaușescu: a través de la imagen de padre de la nación se convierte al dictador en un padre. De ahí que, cuando murió Kim Il-Sung, la reacción de los norcoreanos fuera similar a la que tendría uno ante la muerte de un padre.
En ese vínculo que generan los dictadores con su pueblo, se parecen a los líderes de los nuevos movimientos religiosos (o sectas), quienes utilizan ese vínculo para afianzar su poder ante su grey. José Luis de Jesús Miranda, el predicador puertorriqueño famoso por hacer que sus fieles (incluso niños pequeños) se tatúen el 666, se hace llamar Jesucristo Hombre, Anticristo y, para sus seguidores, Papi. Además de Miranda, muchos otros se autoproclaman Jesucristo. Desde el brasileño Álvaro Thaís, quien se hace llamar Inri Cristo y hace pintorescos vídeos en los que él y sus seguidores hacen covers de canciones de moda para proclamar el mensaje, hasta el japonés Iesu Matayoshi, político que ve en las frecuentes elecciones japonesas una forma de acercar al pueblo al juicio final, pasando por Shoko Asahara, el líder de Aum Shinrikyo y autor intelectual del ataque con sarin en el metro de Tokyo en 1995.
Pero otros directamente se proclaman dioses. L. Ron Hubbard, el creador de la popular y polémica Iglesia de Cienciología, se presentaba a principios de la década de 1970 como el Maitreya, la última reencarnación de Buda (Janet Reitman, Inside Scientology. Nueva York: Houghton Mifflin Harcourt, 2011), al igual que el francés Raël, célebre por anunciar que había clonado a un bebé y plantear que los seres humanos fueron producto de ingeniería genética extraterrestre.
Rajneesh Chandra Mohan, un filósofo indio, después de adquirir popularidad como guía para meditadores, se hizo llamar Bhagwan (Señor, Dios) Shree (Señor) Rajneesh. Pero se cambió el nombre al final de su vida, después de una serie de escándalos (desde su colección de Rolls-Royce hasta su flirteo con armas biológicas en su complejo de Oregon), y se convirtió en Osho (sacerdote zen), nombre con el que hoy, 23 años después de su muerte, sigue apareciendo con títulos nuevos en las librerías de Nueva Era; las mismas que frecuentan los textos de Sathya Sai Baba, un gurú indio que se autoproclamó como la encarnación de los dioses Shiva y Shakti y, mientras evadía las acusaciones de acosar a los niños de sus seguidores europeos, tenía el apoyo de personajes como Sachin Tendulkar (el jugador de cricket más importante de todos los tiempos), el exprimer ministro italiano Bettino Craxi y Nicolás Maduro, el autoproclamado Conductor del Pueblo venezolano.
Ser un dictador o un líder sectario obliga a estrategias similares: mientras una persona insatisfecha encuentra refugio en un líder que lo controla (como bien lo demostró The Master, una historia basada en Hubbard y Cienciología) y le da una hoja de ruta, un país insatisfecho por una situación particular (la corrupción venezolana, la crisis económica alemana después de la I Guerra Mundial, la independencia de Europa) busca al primer encantador de serpientes que le prometa el cielo y la tierra. Menos mal no hubo tiempo para convertir a David Murcia Guzmán en un líder de secta: iba para allá.
Una última: si se saca la etimología de «demagogia», dará como resultado «conductor del pueblo».
Nota: mucha de la información sobre dictadores la leí en el Blog de Banderas, un blog serio que, además de tener los diarios de viaje de su creador, tiene una gran cantidad de datos que pueden ser de interés para el lector.
Voyeur: Ver a Jorge Lanata y su Periodismo para Todos es un solaz para aquellos que creemos en la unión de la investigación más seria y el buen humor en la televisión, ambos en contra de un gobierno corrupto. Ante la sequía de humor político en la televisión colombiana, personajes como Lanata, Jon Stewart y Stephen Colbert permiten un descanso, mientras que espacios como La luciérnaga llenan ese vacío en radio.
En los oídos: Islands (The xx)
@tropicalia115