¡Ya pueden sacar el aguardiente, que ataca Colombia!
Adolfo Pérez
Hace 20 años estaba, con toda mi familia, en el apartamento de una de mis tías en Chapinero Alto. Yo tenía ocho años y veía, alrededor mío, a familiares y amigos que gritábamos al unísono con Édgar Perea y Hernán Peláez los goles que metían Freddy Rincón, Faustino Asprilla y el Tren Valencia (para una crónica magnífica de ese partido, recomiendo la lectura de El 5-0 de Mauricio Silva Guzmán [Bogotá: Ediciones B, 2013]). Cuando salimos a la Séptima a celebrar con toda la gente que pitaba, bebía y se lanzaba harina y huevos, no era consciente de que, en otros lugares, 76 personas morían celebrando (¡vaya ironía! Nicolás Samper rememora a esos muertos con una dolorosa columna titulada, precisamente, 76). Y lo que ninguno de nosotros sospechaba es que, en los estadios de California, atestados de hinchas colombianos, la desmesura que siguió a esa victoria, (descrita con lujo de detalles por Federico Arango, Nicolás Samper y Andrés Garavito en su Bestiario del balón [Bogotá: Aguilar, 2008]), llevaría a la muerte a Andrés Escobar y al fútbol colombiano a un letargo y una zona de seguridad de la que sólo se pudo recuperar con una generación distinta que, hasta ahora, rinde frutos.
¿Por qué recuerdo eso, precisamente hoy? Muchos de mis estudiantes ven tan lejana la aparición de la selección Colombia en un álbum de Panini como yo veía esos cinco goles. Y mañana, cuando Colombia puede volver a estar en ese álbum y por fin se pegarán las monas de Yepes, Falcao, James y Guarín, temo que se olviden esos muertos, la desmesura que llevó a un gran jugador de fútbol a la tumba por una apuesta (como lo relata, de forma escalofriante, Ricardo Silva Romero en Autogol [Bogotá: Alfaguara, 2009]) y repitamos el ciclo de triunfalismo y decepción. Vamos a ser cabezas de serie, vamos a aplastar en los estadios brasileños, blablabla… no les niego que tengo miedo de que algo similar -o peor, gracias a la polarización cada vez más fuerte que se vive en Colombia- suceda si la selección no cumple con las expectativas de los ciegos fanáticos.
Y vinculo esa amnesia con la que ocurre en este país todos los días. La muerte de sir David Frost me recordó inmediatamente su magnífica entrevista a Richard Nixon, donde el expresidente norteamericano confesó su culpabilidad y logró limpiar un poco su imagen. ¿Acaso nos hizo falta un David Frost para que Ernesto Samper Pizano confesara? ¿Por qué a un personaje como Samper que, recordemos, fue absuelto por un congreso de credibilidad dudosa, lo convertimos en un veterano estadista, en el consejero a la sombra del presidente Santos y en el pundit de los programas radiales de la mañana? Y no es el único caso de esa nefasta época de mediados de los 90. Tal vez Simón Gaviria no recuerde, en medio de sus años en Washington acompañando a su padre en la OEA, que el veterano Julio César Guerra Tulena, a quien llamó «la renovación y el cambio del Partido Liberal en Sucre», fue presidente del Congreso y no precisamente uno de los más limpios. De hecho, El Siguiente Programa hizo una brillante sátira del sincelejano, retratándolo como un líder de la corrupción en el ya corrupto Congreso de la República. Para no hablar, claro, del oportunismo de personajes como Álvaro Uribe Vélez y Jorge Robledo, quienes cambian su postura de acuerdo al contexto histórico y logran llevar a sus seguidores a que digan lo que ellos digan en el momento y olviden lo que se dijo años o meses atrás.
Somos un país sin memoria, nos repiten todos los días. La historia no la conocemos lo suficientemente bien para hacer un juicio de valor adecuado, y por eso la dejamos al albedrío de los medios, que prefieren el sensacionalismo y el inmediatismo frente a algún tipo de rigor. Pero, sin embargo, nos apegamos a esos iconos de la historia que, como santos o vírgenes, se convierten en nuestro intento de salvación. En Cien años de soledad, García Márquez (uno de los iconos de la historia que, creo, no hubiera querido ese carácter icónico) lo cuenta así:
…lo más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Quería decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado. […] No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
Necesitamos esos letreros explícitos para saber qué pensar, qué decir, qué desear, qué borrar. Hasta que uno o dos narradores deportivos pidieron un técnico extranjero, se rehusó rotundamente (con argumentos tomados de un nacionalismo inexistente y una «filosofía futbolística») salir del status quo de los mismos entrenadores que juegan a las sillas musicales en el rentado colombiano. ¿Acaso, me pregunto yo, no vivimos sin querer queriendo en un Ministerio de la Verdad como el que tenía Oceanía en 1984?
En Autogol, el narrador de la novela, en medio de la euforia del 5-0, da una serie de fechas que definen la historia de Colombia: la muerte de Gaitán, el 20 de julio, el 7 de agosto, el descubrimiento de América y ese día en el estadio de Núñez. Lo que en un principio sonaría como un exceso de triunfalismo, resulta cierto por las razones contrarias. El 5 de septiembre de 1993 encarna esa dualidad entre el éxtasis de la victoria y la sangre derramada, entre la alegría y la muerte, el balance del héroe que demanda sacrificios sin quererlo. En medio del olvido, lo único que nos queda es la pasión.
En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante.
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad
Voyeur nr. 1: Si bien Madrid y Tokyo se pelean la sede olímpica de 2020, muy seguramente triunfe Estambul. En parte porque manda un mensaje conciliador en medio de los conflictos del área, en parte porque Turquía (a diferencia de España y Japón) tiene una economía más sólida, en parte porque el COI sabe que el dinero fluirá.
Voyeur nr. 2: Mis disculpas por la ausencia prolongada. Volvemos con nuestra transmisión habitual.
En los oídos: Innuendo (Queen)
@tropicalia115