En diciembre de 2010, los que seguimos el fútbol vimos con sorpresa cómo la FIFA daba las sedes de los mundiales de 2018 y 2022 a Rusia y Qatar, candidaturas que ganaron frente a pesos pesados del deporte como España e Inglaterra y a países con la infraestructura para organizar eventos de la magnitud de un mundial como Australia y Estados Unidos. ¿Por qué la FIFA prefería países con pocos -o ninguno, como el caso qatarí- estadios frente a candidaturas sólidas? Mientras que Rusia sólo tenía dos estadios listos para el momento de la elección (el Luzhniki de Moscú y el estadio de Yekaterinburg), Inglaterra tenía listos nueve estadios, incluyendo templos del deporte como Wembley, Anfield y Old Trafford y estadios modernos como el Etihad de Manchester, el Emirates y el Olímpico de Londres. El caso qatarí es más preocupante: todos los estadios están a construir (con, como han denunciado organizaciones de derechos humanos, mano de obra esclavizada de Bangladesh, Sri Lanka, India, Nepal o Corea del Norte); mientras que los países derrotados tenían estadios de última generación listos para albergar el torneo en ese momento, gracias a la experiencia otorgada por torneos de otros deportes (fútbol americano, cricket, fútbol australiano, rugby y béisbol) y conciertos.

La sorpresa me llevó a buscar más información sobre la corrupción detrás del deporte que, como a muchas personas alrededor del mundo, detiene muchas veces cualquier cosa que hago para ver a «veintidós adultos infantiles dándole patadas a un balón», como diría Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios. Y un nombre salía siempre a la luz: Andrew Jennings. Durante los últimos veinte años, este periodista escocés se ha encargado de investigar los malos manejos de las dos grandes organizaciones deportivas del mundo: la FIFA y el Comité Olímpico Internacional. Libros como Foul! y Omertà y los dos reportajes que aparecieron en BBC (FIFA’s Dirty SecretsFootball’s Shame) me revelaron la podredumbre del fútbol, la cual no deja de sorprender aun cuando, siendo colombiano, he tenido que ver casos lamentables como las muertes del árbitro Álvaro Ortega y de Andrés Escobar (esta última, descrita con una frialdad maravillosa, en la novela Autogol de Ricardo Silva Romero), la persistencia de personajes oscuros como Álvaro Fina, Juan José Bellini o Álvaro González Alzate en la dirigencia deportiva, o el poder de la mafia en muchos equipos del rentado nacional.

No se me hizo extraño, entonces, el espectacular operativo que la justicia norteamericana desplegó contra la FIFA ayer en Zurich. Tampoco los nombres que terminaron en las cárceles suizas esperando la extradición: Jack Warner, Nicolás Leoz, Eugenio Figueredo, Jeffrey Webb o José María Marín (este último, responsable de la ejecución del periodista brasileño Vladimir Herzog durante la dictadura de los 70) eran viejos habitantes de los libros de Jennings y de las investigaciones de periódicos como The Guardian, The Times Daily Mail. Pero esto, como bien dijeron las autoridades norteamericanas, «este es el principio de nuestro esfuerzo«: otros habitués de los escándalos de FIFA, como el camerunés Issa Hayatou, el español Angel María Villar, el tailandés Worawi Makudi y el guatemalteco Rafael Salguero, esperan interrogatorio por parte de los fiscales.

Y el efecto dominó puede tener consecuencias inesperadas: primero, la más que posible caída de Joseph Blatter, el capo di tutti capi del fútbol mundial, quien heredó las tácticas mafiosas de su antecesor, el temible João Havelange y les agregó un populismo que lo hizo amado en los pequeños países de África, el Caribe, Asia y Oceanía, populismo que lo eternizó en el trono de FIFA. Segundo, la extensión de las investigaciones a otros deportes: ya el ciclismo, el béisbol y el atletismo dieron pasos adelante. Tercero, la revelación de los millonarios sobornos que oligarcas rusos y, sobre todo, el infinito flujo de petrodólares qataríes, pagaron para obtener las sedes, que involucra a personajes como Nicolas Sarkozy y los esposos Clinton.

Por último, veamos las consecuencias en Latinoamérica y en Colombia. Junto a los dirigentes deportivos, fueron capturados los dirigentes de tres de las empresas más importantes del deporte latinoamericano: Torneos y Competencias (TyC, encargada de la transmisión de gran parte de los eventos de Conmebol, como la Copa Libertadores), Traffic (empresa de mercadeo) y Full Play (que manejó los partidos de Colombia en Bahrein y Emiratos Árabes). Los lazos de esas empresas con nuestro fútbol no deben dejarse al garete, pues explican -creo- muchas de las peores conductas de nuestro fútbol. Hace un par de semanas, vimos con horror cómo el partido con más renombre del fútbol latinoamericano, Boca Juniors vs. River Plate, se convertía en una orgía de gas pimienta, gritos de desadaptados y el apoyo nada disimulado de dirigentes y futbolistas a los mal llamados «seguidores» de un equipo. ¿Qué habría pasado con Boca Juniors y con el torneo argentino si fueran europeos? Fácil: ningún equipo argentino jugaría la Libertadores durante cuatro años y Boca Juniors tendría otro año de sanción. En cambio, y por razones puramente económicas, la sanción contra los xeneizes fue simbólica: cuatro partidos a puerta cerrada. Obvio, ni TyC ni Fox Sports ni la Conmebol quieren perder el siempre seguro dinero y rating que dan los equipos argentinos, sobre todo al hablar de abonados en la televisión por suscripción, omnipresente en el Cono Sur.

Llegó la hora de hacerle una reconstrucción a la estructura del fútbol. Y yo, como fanático, no puedo sentirme más feliz.

Voyeur: Oficialmente podemos desplazar a la cocaína, la heroína y la prostitución como nuestras exportaciones más bochornosas: el hombre que ha hecho su fortuna glorificando a prostitutas, narcotraficantes y hampones de toda ralea se dirige a Hollywood.

En los oídos: I’m Gonna Be (500 Miles) (The Proclaimers)

@tropicalia115