Durante tres años dicté una clase de análisis de cine y televisión. Lo primero que le decía a mis estudiantes era una frase sencilla y lapidaria: “no veo televisión colombiana desde 2006”. Cuando me preguntaban, mi respuesta era sencilla: “¿cómo ver una televisión que cada vez se estanca más en tres formatos que se desgastaron, que perdió su creatividad en aras del rendimiento económico y perdió todo tipo de credibilidad en medio de un monopolio?”. Nueve años después, me he radicalizado en mi postura. Salvo MasterChef (debilidad propia de mi amor por los programas de cocina y la culinaria en general), no siento propia la televisión nacional. Incluso, siento que es una televisión débil en el contexto global e, incluso, latinoamericano. Más aún, resulta paradójico ver cómo uno de los países que inició el cambio en el discurso de la telenovela y las series (basta pensar en Café, Betty la fea, La mujer del presidente o Perro amor) se convirtió en una maquila de programas para el monopolio Univisión-Telemundo.
Pero el problema no está solamente en las telenovelas, hoy en día reducidas a biopics (somos, creo, el único país que hace biografías de prácticamente todos sus ídolos en más de 200 capítulos; en muchos países -pienso en los ejemplos magistrales de Temple Grandin o John Adams en Estados Unidos- son ministerios o películas para televisión) del “sabor del mes” o a las sempiternas y casi inagotables series de narcotráfico cortesía del éxito de ese mercachifle de la miseria llamado Gustavo Bolívar y no pocas veces confundibles con el biopic, tal y como ocurrió con las biografías de Pablo Escobar y ese esperpento de El cartel de los sapos. En general, la televisión colombiana adolece de falta de creatividad. Los concursos se convirtieron en realities (el eterno Desafío, el impotable -y fracasado en muchos países- Factor X y el único que se salva, MasterChef). ¿Dónde quedaron los programas de opinión y crítica? Con la excepción de CM&, la opinión migró a la radio o al rentable e influyente espacio de las 11:30 pm. ¿La comedia? Sí, Sábados felices sigue allí, vestigio de los viejos programas ómnibus de los sesenta. Pero el resto de la comedia se ha difuminado en el típico personaje «hilarante» de la telenovela, muchas veces con resultados adversos. ¿Las series, las miniseries?
¿Acaso nuestros libretistas sólo pueden producir eso? No lo creo: en una época la televisión nacional producía series y telenovelas innovadoras, que marcaron una época dentro y fuera del país. Basta pensar en Café, El siguiente programa, Yo soy Betty la fea, Quac, Zoociedad, Leche, La otra mitad del sol, La mujer del presidente, Perro amor y muchas otras producciones que dieron a la televisión colombiana el renombre merecido que le permitió muchos de los logros que hoy resultan lamentables. Pero, gracias al éxito del «no vine aquí a hacer amigos» de Jaider Villa, a la conversión de un libretista mediocre como Gustavo Bolívar en el paradigma de las series y telenovelas y a la búsqueda de rating inmediato, perdimos esa credibilidad del renombre.
¿Y qué ha pasado en el resto del mundo? Vivimos en la mejor época de la televisión en mucho tiempo. Tanto, que la migración de talento de la pantalla grande a la chica es mayor que nunca. Basta mirar los nombres que están en las series y películas nominadas a los premios Emmy: desde Nicole Kidman y Kevin Spacey, pasando por Bill Murray, Kathy Bates y Jessica Lange, hasta Mark Rylance, Tim Roth y Maggie Smith. La televisión se ha convertido en una forma de contar, de forma más compleja, la evolución de los personajes y las historias. El cine, por otro lado y a pesar de muchísimos esfuerzos independientes del círculo de Hollywood, se ha movido hacia la zona segura de los blockbusters. La opinión la tienen personajes como Jon Stewart, Stephen Colbert, Trevor Noah y John Oliver, y los dibujos animados son cada vez más innovadores tanto para niños (basta pensar en series como Phineas y Ferb o Los padrinos mágicos para darse cuenta de ello) como para adultos (South Park, así de simple).
La situación no es exclusiva de la televisión norteamericana o británica: el mundo produce, en cada uno de sus rincones, algunos de los programas más interesantes en mucho tiempo. Repetidas veces he hablado aquí de dos programas argentinos que me fascinan: Peter Capusotto y sus videos y Periodismo Para Todos, que combinan el humor con una profunda crítica política, apoyada en el talento de, entre otros, Diego Capusotto, Jorge Lanata, Malena Guinzburg, Gabriel Marchesini (Tino y Gargamuza), Cristian Dzwonik (quien, a pesar de hacer una mediocre caricatura como Gaturro, ha demostrado una excelente vena crítica en sus momentos con Lanata), Fátima Flórez y Marcelo Birmajer. Desde Israel, BeTipul cuenta una serie de historias poderosas desde las terapias que escucha un psicólogo en su diván. El éxito de la serie la llevó a convertirse en In Treatment en Estados Unidos (con Gabriel Byrne, Irrfan Khan, Embeth Davidtz, John Mahoney y Debra Winger, entre otros) y En terapia en la televisión argentina (con Cecilia Roth, Darío Grandinetti, Dolores Fonzi, Norma Aleandro, Diego Peretti y Leonardo Sbaraglia). Y en Dinamarca series como Borgen y Broen tienen un éxito que va más allá de la aparente insularidad de sus lenguajes.
Entonces, ¿qué hacer para dinamizar nuestra televisión? Señal Colombia da algunas alternativas, pero es muy diciente que muchas veces pasen los programas que fueron exitosos hace dos o tres décadas. Los canales regionales, tanto públicos como privados, carecen del interés nacional (y, en el caso del Canal Capital, se convirtieron en pueriles piezas de propaganda para los logros del alcalde, al mejor estilo de la KCTV norcoreana o la aburridora Venezolana de Televisión). Los canales privados, mientras no salgan del oligopolio que han creado durante diecisiete años, no saldrán de los formatos actuales. Y no quiero empezar con el Canal Uno, reducido a CM&, el itinerante Show de las estrellas y cientos de programas de telemercadeo e iglesias evangélicas. Claramente, la televisión nacional no ha respondido a los retos de un medio dinámico, donde la generación de 18 a 40 años ve cada vez menos programas en el televisor y prefiere ver series de mejor calidad en el cable, en el teléfono móvil y en el portátil. ¿Para qué ver la enésima biografía de un cantante vallenato o una narconovela cuando, si prendo mi computador o mi teléfono celular, puedo ver a Frank Underwood, el complejo universo de la prisión de Litchfield o los sketches de Diego Capusotto? Así mismo, al fracaso de la televisión nacional ha contribuido la cada vez mayor penetración de la televisión por suscripción. Alguna vez, el periodista Jorge Espinosa me comentaba cómo, al viajar entre Cali y Buenaventura, veía como buena parte de las casas, incluso las más humildes, tenían en común las antenas de distintos operadores de televisión paga. ¿Cómo ver una televisión repetitiva y en camino a la mediocridad, cuando en el horario prime time de televisión por suscripción uno puede ver series como The Big Bang Theory, Los Simpsons, South Park o Breaking Bad? ¿Para qué ver un noticiero colombiano, donde casi media hora es un show de propaganda disfrazado de «las buenas noticias del entretenimiento», cuando se pueden ver noticieros como el Telediario de TVE, las noticias de CNN (en inglés o, aunque ha desmejorado, en español), BBC o Deutsche Welle (eso sí, hace falta tener al Jazeera en alguno de nuestros sistemas de cable?
Para mí, el problema es sencillo: hay un oligopolio peligroso que ha estacando el desarrollo de nuestra televisión y ha impedido que lleguen otros canales a la televisión abierta. Arropados en la conversión de nuestros estudios en maquilas para otros países, nos deshicimos de la creatividad de nuestros libretistas. Y arropados en resultados del engañoso rating, creemos que la fórmula realities-biopics-narconovelas funciona. Mientras tanto, los televidentes y los anunciantes se van a YouTube y a la televisión por cable. Y cuando migren, ni siquiera los ratings seguros de El Chavo del Ocho y Los Simpsons ayudarán a nuestros canales agonizantes.
Voyeur: Duele saber que nuestros políticos no aprendieron la lección de la división en la contienda de 2011. Si seguimos pensando en tener cuatro candidatos que compitan contra la maquinaria polista, duele decirlo, terminaremos con Clara López en el Palacio Liévano y la izquierda acabará de arruinar Bogotá.
En los oídos: Rhapsody in Blue (George Gershwin; New York Philharmonic, Leonard Bernstein)