Sin duda, Salud Hernández-Mora es una de las periodistas que más conoce las entrañas de este país. Basta saber que estos días estaba en El Tarra recogiendo información para una de sus acostumbradas y excelentes crónicas sobre la Colombia profunda: un día investigando la minería ilegal en Guainía, al día siguiente visitando los niños embera que mueren de hambre en Chocó y luego recorriendo los tours de Pablo Escobar. En la historia reciente del periodismo colombiano, acaso los maestros Germán Castro Caycedo y el ya fallecido Antonio José Caballero pueden darse el lujo de decir que conocen Colombia palmo a palmo tal y como la conoce la española. Y como columnista, me identifico con ella abiertamente. El 11 de octubre del año pasado publicó, como todos los domingos, una columna que admito abiertamente que me sacudió las entrañas y el alma. La frase “si usted es de derecha, quítese la máscara y admítalo sin complejos” me hizo pensar en cómo es necesario que el pensamiento de derecha en Colombia se levante en las universidades, en los colegios, en los centros de pensamiento y en las humanidades, que se levante para hacer frente al cada vez más unánime y peligroso discurso “políticamente correcto” donde todo vale.
Por eso me ha dolido saber que fue víctima del secuestro y me ha alegrado tanto recibir, hace unos minutos, la noticia de su libertad. Y que, siguiendo el rastro de la periodista española, Diego D’Pablos y Carlos Melo, periodistas de RCN Noticias, también cayeron en la telaraña del ELN de la que, si todo sale bien, mañana saldrán. No podemos usar eufemismos hoy: una persona que está privada de su libertad está secuestrada. Así de simple. Y mucho menos, como algunos han querido insinuar en una actitud más cercana al “algo habrán hecho” de los argentinos cuando les preguntaban sobre los desaparecidos por la dictadura, culparla por haberse metido a la boca del lobo. ¿Acaso esa no es la labor del periodista siempre? Mis héroes periodísticos, sin duda, son aquellos que no tienen miedo de buscar la noticia no desde la comodidad de una pantalla de computador, un smartphone y dos trinos sino que se van a donde ocurren los hechos. Pienso en Marie Colvin, quien perdió un ojo en la guerra de Sri Lanka y murió en Siria; en la infatigable y lúcida Christiane Amanpour, siempre lista; en el valiente Antonio Salas que convirtió su vida en un monumento a contar las historias que nadie más quiere explorar; en fotógrafos como Joao Silva, Ken Oosterbrek o Kevin Carter; o en el eterno maestro Antonio José Caballero. Y hoy me atrevo a agregarlos a ellos, quienes sacrificaron su mayor derecho como seres humanos, la libertad, en aras de hacer lo que el periodista o el escritor siempre debemos hacer: contar historias. Incluso las que más duras son.
Pero aquí quiero rendir homenaje a muchos otros cuyos nombres han quedado olvidados. Debo admitir que tengo la costumbre, antes del amanecer del domingo, de escuchar uno de los programas más tristes que tiene la radio colombiana: Las voces del secuestro. Tan pronto el reloj da las doce de la noche, el valiente Herbin Hoyos y su equipo de periodistas hace una de las labores más ingratas, más bellas y más dolorosas a las que una persona que se dedica a contar historias se puede enfrentar: servir de contacto entre las personas que están secuestradas por las guerrillas y sus familias. Sin excepción, Las voces del secuestro comienza con dos llamadas: la primera, desde los Emiratos Árabes, es de un viejo palestino, Jaime Salem, quien llama a su hijo Mahmud, secuestrado desde 1998. Tras saludar a Herbin, con su acento que incluso a quien no sepa quién es le hace pensar de inmediato en las tierras del Medio Oriente de donde vinieron sus ancestros hace tiempo y a las que, una vez secuestrado Mahmud volvió, don Jaime le dice a su hijo algunas palabras que mezclan el español y el árabe. Desconozco el idioma de Mahoma, Adonis, Naguib Mahfouz y Umm Kulthum, pero sé que en esas palabras que pronuncia una persona que ya se ve más cercana de la muerte que de la vida está una extraña y dolorosa mezcla de amor, memoria, tristeza y de temor por no volver a ver a su hijo mientras esté en este mundo. Don Jaime le pide siempre a las personas que sepan algo de Mahmud que le digan a alguien. Puede ser a Herbin o a alguno de los valientes jóvenes que está en el micrófono en esa madrugada mientras sus amigos están, seguramente, en alguna fiesta. O a un cuartel militar. O a cualquier negocio manejado por palestinos o libaneses en Colombia: todos, sin excepción, saben quién es Jaime Salem y quién es Mahmud.
Luego, viene uno de los testimonios más dicientes del sufrimiento y el dolor que las FARC le han dado a Colombia. La voz de Amalia de Márquez suena, dulce y suave pero llena de un dolor que ha fermentado, como un queso encerrado en una cueva, durante los años que su hijo Enrique Márquez ha estado secuestrado. “Mi Kike-Kike del alma”, dice. Tras una serie de reflexiones bíblicas, le da a su hijo un reporte de lo que ha ocurrido en su familia durante la semana. Todos aquellos que escuchan Las voces del secuestro conocen, por lo menos, uno de los nombres de esa familia Márquez que tanto ha sufrido por culpa de Romaña. Es precisamente el padre de Kike-Kike, don Ismael Márquez, quien hace la segunda parte de este triste saludo a un hijo del que no se ha sabido nada desde 1999. Don Ismael, meticuloso, le cuenta a su hijo y a sus compañeros secuestrados qué ha ocurrido en el mundo del que han sido removidos durante años. Los goles de la Selección, tal o cual decisión en el congreso, algún avance de la ciencia; todo lo resume, brevemente, don Ismael en un conteo de titulares que haría sonrojar a muchos periodistas.
Sólo cuento dos casos, pero hay muchos más. Hay uno al que, siempre a las tres de la mañana, llama una señora desde Suiza que se ha comprometido, sin conocerlo, a ver libre. A otros los llaman sus esposas, sus hijos, sus nietos, sus hermanos. Suenan canciones, les cuentan qué ha ocurrido en sus familias y con sus amigos. Como si fuera el samizdat que utilizaban para contrabandear historias desde y hacia la Unión Soviética, ese programa cumple con una de las labores más ingratas y necesarias del mundo: darle un poco del planeta a quienes no lo pueden recibir por el capricho de algunos. Y Herbin Hoyos no es el único. A las cinco de la mañana, todos los días, Nelson Moreno abre las líneas de Antena 2, la emisora deportiva de RCN, para que los familiares se contacten con sus secuestrados en La carrilera. Al despuntar el lunes, Indalecio Castellanos hace lo mismo en la cadena básica de RCN en La noche de la libertad, herencia del gran Antonio José Caballero, siempre preocupado por aquellos que vivían el dolor del secuestro.
Hace pocos días terminé Los muchachos de zinc de Svetlana Alexievich y he quedado conmovido con los testimonios de aquellos que fueron a luchar la innecesaria y vacía invasión soviética a Afganistán y sus familias. Tal vez, esa narración coral que a la escritora bielorrusa le valió el Premio Nóbel de Literatura el pasado octubre sea la que, en las radios de Colombia, nos recuerda que este país, por más shows habaneros que haya y anuncios permanentes de un “postconflicto”, sigue teniendo una herida de secuestrados que, si algún pensador se atreviese a estudiar sinceramente, podría equipararse con la barbarie de los campos de concentración.
Pero en la Alemania nazi no tenían el cinismo de dejar el limbo de la supervivencia.
Voyeur: Acabo de terminar El engaño populista, una magnífica introducción a algunos de los peores males de nuestra sociedad cortesía de la politóloga guatemalteca Gloria Álvarez y el abogado chileno Axel Kaiser. Espero que este libro se extienda para contrarrestar el lamentable, decepcionante y peligroso cáncer progresista que se ha extendido, sin que nos demos cuenta, por buena parte de las esferas de nuestra sociedad.
En los oídos: Everyday (Dave Matthews Band)
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