En Por eso estamos como estamos (Bogotá: Intermedio, 2015: p. 261), su acertadísima, cruda e hilarante radiografía de lo que significa ser colombiano, Santiago Rivas, Nicolás Samper y Federico Arango presentan una de las tantas especies que habitan el bestiario nacional. Me permitiré citarla en extenso:
Perritu: Este ejemplar, también conocido como barrabrava, barrista o miperru, se organiza en barras o aguantes. Situado al final de la cadena alimenticia en el mundo del deporte, es, curiosamente, un renombrado carnívoro que merodea las calles de las principales ciudades. Innumerables estudios de etólogos, psicólogos y zoólogos han dado con la amarga conclusión de que su vida no tiene sentido, pues no cumple más que una función de obstáculo para la policía. No procesa información genética ni química útil para el ecosistema y la única relación de comensalismo que genera es una codependencia, con aquellos dirigentes miedosos que quieren quedar bien con todo el mundo, o no son capaces de acudir al Estado para pedir que se les proteja de estos voraces depredadores. Se les conoce por ladrar más de lo que muerden. Cuando lo hacen por escrito, lo hacen siempre con pésima ortografía. Su naturaleza gregaria los convierte en una plaga de animales predecibles, pero no por eso menos peligrosos. Pueden ser muy dañinos, pero cerrándoles los sitios públicos, permitiéndoles cantar y haciendo caso omiso de su existencia en las redes sociales, se pueden controlar con cierta eficacia.
En estos dos meses he leído, oído y visto comentarios que me hacen plantear cómo el perritu no es, ni mucho menos, exclusivo de aquellos delincuentes que, arropados con las camisetas de sus equipos y la anuencia de no pocos directivos, dedican sus vidas al desmán, el vandalismo y la gritería, definidos para ellos, en un triste transplante de los carteles delincuenciales argentinos conocidos como «barras bravas», como «aguante». El educador Julián de Zubiría, en un reciente artículo para Semana Educación, recuerda cómo en redes sociales y en espacios periodísticos denigraron a los ciclistas que compitieron en el Tour de Francia porque no ganaron, y arroga la culpa de esto al periodismo deportivo. Personalmente, me dio lástima ver cómo no pocos atacaban a un ciclista como Sergio Luis Henao por poner su trabajo (ser gregario de Chris Froome) encima de un fervor patriotero que pedía la victoria para Nairo Quintana. Y fue tanto mi sentimiento de tristeza, que me alcancé a alegrar un poco de que hubiera acabado el Tour para no ver ese espectáculo de chauvinismo barato y sin sentido. Pero, y aquí difiero con de Zubiría, no es culpa de los periodistas que, sin duda, tienen no poca responsabilidad en este carácter. Esto resulta ser, de hecho, un efecto de la condición humana: somos, irremediablemente, fanáticos y en estos momentos donde no hay certezas y la filosofía se dedica, abrigada en el posmodernismo y en la victoria de disciplinas como los estudios culturales en unas humanidades cada vez más sumidas en una crisis, a afirmar la inexistencia de certezas incluso en las ciencias, el fanatismo se vuelve una forma de anclarse en el caos del mundo.
Y en este momento, con los Juegos Olímpicos, ese cáncer del «perritu» se ha extendido como pólvora. Un ejemplo sencillo: la selección de fútbol femenina. Es cierto, no son las «chicas superpoderosas», aunque el remoquete se ha consolidado y es mucho más atractivo que «las cafeteritas», además de darle un sello distinto a la selección masculina. Es cierto, ha habido situaciones bastante turbias que recuerdan los peores años del fútbol nacional, como el veto a la futbolista Daniela Montoya por denunciar la falta de pagos a las jugadoras. Es cierto, el técnico Felipe Taborda tal vez no ha tomado las mejores decisiones. Y es cierto, se lesionó nuestra mejor jugadora, Yoreli Rincón, que sacrificó parte de su temporada en un equipo noruego para venir y defender la camiseta que con tanto talento ha vestido en distintos escenarios. Hace un par de días tuve que escuchar a un conocido diciendo algunas de las palabras más bárbaras y tristes que haya escuchado con respecto a un deportista de nuestro país. Palabras más, palabras menos, esta persona decía que «si van a hacer el ridículo, mejor no vayan». Que «le sorprendía que algunas de ellas fueran consideradas jugadoras de fútbol, eran amotrices». Amablemente, le recordé a él que Colombia no tiene una liga profesional de fútbol femenino, como sí la hay en Estados Unidos, Francia y Nueva Zelanda, países que compitieron contra nosotros en el grupo olímpico. Que no pocas de las jugadoras que defendieron el tricolor en Brasil combinan su práctica deportiva con otras actividades que les permiten ganarse la vida. Y le recordé otros casos de nuestros deportistas: cómo María Isabel Urrutia combinaba las prácticas en halterofilia que le dieron a nuestro país su primera medalla de oro en Sydney 2000 con su trabajo de telefonista en las Empresas Municipales de Cali, o cómo quince mujeres llevaron sus vidas a Medellín para, con las uñas, darle a nuestro país el mayor logro que haya tenido en rugby: la clasificación del equipo de sevens a los Olímpicos donde, si bien perdieron contra las campeonas (Australia), contra la siempre peligrosa Fiji y Estados Unidos, que tiene un programa de rugby apoyado por los siempre fiables equipos universitarios, lograron dar el paso más grande para un deporte cada vez más popular en Colombia. Para mi alegría, esta persona me dio la razón, a pesar de que su forma de ver el deporte está contaminada por esas “manadas también conocidas como «polémicas» […] cuyo único objetivo en la vida es tener la razón”, como describieron Rivas, Samper y Arango (p. 261) a ese periodista deportivo de la vieja escuela que implantó entre la fanaticada deportiva ese patrioterismo regional que aún hoy aparece en buena parte de nuestros programas radiales y televisivos dedicados a la actividad física.
Pero lamentablemente la mentalidad del perritu y sus acciones no se limitan al deporte ni a Colombia. Allí están ISIS y al-Qaeda, los dos ejemplos más sangrientos de esa mentalidad aplicada a lo religioso. O los extremistas que, contando con la aprobación de un líder como el ayatolá Jomeini y de un supuesto pacifista como el cantante Yusuf Islam (el artista previamente conocido como Cat Stevens), llevan más de un cuarto de siglo cazando al escritor Salman Rushdie. Y no se limitan al islam. Están en la iglesia católica, en las iglesias cristianas, en el hinduismo y sí, en el pacífico budismo de túnicas azafrán. Incluso en el ateísmo ya aparece uno que otro. Allá están los perritus de Donald Trump, que han convertido cada palabra de la celebridad devenida en candidato presidencial en dogma de fe y patente de corso. Y los de Hillary Clinton, que ven en sus rivales ideológicos nada distinto a un montón de rednecks ignorantes y se alzan como los poseedores de la sabiduría al elegir al burro demócrata sobre el elefante republicano. ¿Cómo olvidar a los de Bernie Sanders, capaces de abrirle el camino al partido republicano con tal de que Clinton no gane mientras gritan «Bernie or Bust”? Lo mismo ocurre en Latinoamérica y en Europa. Perritus conservadores, socialistas, comunistas y, me duele decirlo, liberales y libertarios. Perritus de izquierda y de derecha. Perritus de Macri, de Kirchner, de Maduro, de Leopoldo. De Petro y Peñalosa, de Santos y de Uribe. Perritus por el sí a la paz y perritus por el no. Los perritus del feminismo, de las causas de la población LGBTIQAU, la lucha contra la xenofobia y el antirracismo, y las intersecciones entre todas las causas habidas y por haber; y los perritus que sueñan con mantener el statu quo que han vivido durante siglos.
Parece que la humanidad es un largo baile de fanáticos enceguecidos y los Olímpicos, lejos de ser la enfermedad, son sólo el síntoma. Hace algunos años, autores como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe planteaban que es precisamente ese manejo de lo emocional el que debe privilegiarse en la política, con articulaciones de causas (la dichosa “interseccionalidad” que hablan desde el feminismo) y búsqueda de colonización del espacio vacío, lo que se podría movilizar cuando el líder se convierte en el encargado de encarnar las inquietudes del pueblo y deviene en el mentado “populismo” que tan bien ha criticado mi admirada Gloria Álvarez en todos los escenarios. Hoy, cuando no hay voces que llamen al consenso y a aligerar las pasiones, podemos decir que el populismo ha ganado. Y si no me cree, busque las gradas más cercanas a usted o pregúntele a su vecino sobre la actualidad deportiva.
Voyeur: Unas breves palabras para la ceremonia inaugural de los Juegos de Río. Fue, sin duda, la ceremonia más política que haya visto, lo que no extraña si tenemos en cuenta la notoria impronta que Fernando Meirelles, codirector del espectáculo que vimos el viernes pasado en el Maracaná, ha dejado en sus películas (Ciudad de Dios, El jardinero fiel, Ensayo sobre la ceguera). El mensaje fue claro: Brasil se construyó por el mestizaje, con todo y sus heridas que todavía no terminan de sanar (las consecuencias negativas de la conquista portuguesa, la esclavitud africana). Y en este momento, como bien ejemplificó el poema de Drummond de Andrade que declamaron Fernanda Montenegro y Judi Dench, es necesario encontrar la flor que dé esperanza en medio de la náusea contemporánea y la hybris del cambio climático. Aun cuando extrañé tributos a otros escritores y artistas brasileños (Lygia Clark, Machado de Assis, Jorge Amado, Rubém Fonseca) y algo de rock (¡qué divertido habría sido ver algo de Paralamas, Skank, Titãs o Legião Urbana!), me encantó que hubieran recordado a genios de la cultura de Brasil como Santos Dumont, Oscar Niemeyer, Tom Jobim, Vinícius de Moraes, Athos Bulcão y Chico Buarque.
Las actuaciones musicales, impecables. Paulinho da Viola cantó la versión de un himno más conmovedora que haya sonado en una ceremonia olímpica y que, sinceramente, será muy difícil de igualar. Aunque hubiera preferido que Ivete Sangalo cantara País tropical, su autor, Jorge Ben-Jor, hizo una tarea más que decorosa. Elza Soares, tomando la voz de las poblaciones negras de Brasil con el Canto de Ossanha de Vinícius de Moraes y Baden Powell, mereció más tiempo en el escenario. Me encantaron los fragmentos de hip hop y funk: la joven MC Sofía, Karol Conká, Ludmilla y Marcelo D2 fueron un contraste juvenil y refrescante para las veteranas voces de Zeca Pagodinho y Soares. Y por último, una revelación que a futuro puede ser una estrella mundial: Anitta. La joven cantante estuvo a la altura de dos monstruos de la canción brasileña como Caetano Veloso y Gilberto Gil cantando Isto aquí, o qué é? de Ary Barroso mientras las escuelas de samba del Carnaval desfilaban por el estadio emblemático de Brasil.
Y dejo para el final lo más bonito de toda la ceremonia, de lejos. En la entrada anterior hablamos de posibles encargados de encender el pebetero olímpico. Pero, pensando en las medallas olímpicas, olvidé dos nombres: Gustavo Kuerten, sin duda el tenista más importante que ha dado Brasil, y Vanderlei Cordeiro de Lima. La historia del hombre que remató el relevo en el Maracaná encarna todo lo que significa el espíritu olímpico: iba ganando con una distancia considerable la maratón en los Juegos de Atenas cuando, a pocos kilómetros de la meta, fue empujado hacia los espectadores por un antiguo sacerdote irlandés, Cornelius Horan, célebre por buscar atención en eventos públicos. Tras ser rescatado de este vándalo, de Lima continuó corriendo. A pesar de que perdió el oro y la plata, cuando llegó al Estadio Olímpico de Atenas celebró como si hubiera sido el primero. ¿Eso no es el espíritu olímpico? De eso deberían aprender muchos a la hora de criticar, sin razón, a nuestros atletas que, con poco o nada, hacen mucho o, en portugués, gambiarra. Una de las palabras clave para esa ceremonia de Río 2016 donde, como MacGyver (comparación hecha por Daniela Thomas, codirectora), lograron sacar algo hermoso e inolvidable con menos recursos que sus predecesoras.
En los oídos: Always look to the bright side of life (Monty Python)