2017 tiene bastantes aniversarios para conmemorar. Cien años de la Revolución Rusa, cincuenta de Sgt. Pepper’s y Cien años de soledad, veinticinco años de la victoria de Bill Clinton, cuarenta años de los discos debut de The Clash y Sex Pistols, sesenta de la hoy moribunda Unión Europea. Pero quiero empezar hoy una serie de entradas sobre comedia. Da la casualidad de que este año hay cuatro aniversarios vitales para entender la comedia mundial y, sobre todo, la colombiana. Empiezo este recuento precisamente hoy, 2 de marzo, para hablar de lo ocurrido hace un cuarto de siglo en medio del apagón que vivimos los colombianos. Recuerdo lo que significó ese año: luces reducidas, ventas de lámparas junto a todo tipo de productos (suscripciones de revistas, mercados, automóviles), espacios destinados para las velas casi como altares de vírgenes y santos, plantas eléctricas alimentadas con gasolina y las permanentes acusaciones de corrupción. Y, a falta de televisión que apenas empezaba un cambio de rumbo con una nueva licitación -en parte, producto de los acuerdos de paz con el M-19 y de la Constitución de 1991-, el entretenimiento corría por cuenta de la radio.
Y fue allí, en la coyuntura producida por la necesidad de entretener a muchos segmentos de la población en un horario extraño para la radio colombiana (las tardes, de cuatro a ocho, cuando el país estaba apagado), que surgió La luciérnaga. La mezcla entre información y humor, para sorpresa de muchos, funcionó. Además, el país «daba papaya»: tres meses después de la primera emisión de La luciérnaga, la farsa de La Catedral se desmontó y Pablo Escobar se fugó de su cárcel hecha a la medida. Desde ahí, la bola de nieve empezó a rodar: La luciérnaga no sólo tendría el componente de humor heredado de la tradición antioqueña de los trovadores (¿quién puede olvidar a Los marinillos, quienes tuvieron en las tardes de Caracol ?), sino la herencia del humor político que Colombia tuvo durante años en la radio (La escuelita de doña Rita, «Montecristo», Los tolimenses, Hebert Castro, Humberto Martínez Salcedo) y que, en ese 1992, ya tenía en la televisión a Jaime Garzón en Zoociedad. Pero también hay otro antecedente, no tan obvio, que dio pie para la unicidad de La luciérnaga en la radio colombiana. Muchos recuerdan a Guillermo Díaz Salamanca por sus inolvidables imitaciones, pero pocos tienen en cuenta que él empezó en La locomotora, el programa de la mañana de Radioactiva, la emisora juvenil de Caracol. La locomotora surge como competencia del zoológico de la mañana de la difunta 88.9 y allí aparece no sólo Díaz Salamanca, sino un locutor de Radio Reloj, el boyacense Pedro González, quien los viernes hacía el personaje de campesino boyacense llamado Don Jediondo. Y allí también estaba un practicante de Comunicación Social de la Javeriana que sólo vendría a graduarse casi veinte años después, Gabriel de las Casas. El formato de La locomotora y de El zoológico de la mañana, traído por Tito López en la antioqueña Veracruz Estéreo, era el que hacían Casey Kasem o Howard Stern en la radio matutina norteamericana: música, humor, bromas a oyentes y entrevistas satíricas.
Hace poco tuve la oportunidad de leer Live from New York, la historia de Saturday Night Live, el decano de la televisión humorística norteamericana. Y cuando leía sobre la importancia de Lorne Michaels en el programa, en conseguir a los humoristas ideales para cada temporada y en crear el tono perfecto, no pude dejar de pensar en Hernán Peláez Restrepo. En últimas, él fue el Lorne Michaels de La luciérnaga, el Jerry Masucci si pensamos en la Fania o el Berry Gordy si vamos a Motown. Como químico de profesión y viejo zorro de la radio, Peláez combinó esos ingredientes y los destiló en la risa y la crítica hasta darle al programa una esencia. Quizá el diario lidiar de Peláez en La gran polémica nacional de los deportes que, en palabras del fallecido Jaime Ortiz Alvear, tenía como regla de juego «vale todo» como en las luchas, le dio la capacidad de organizar, atizar y dar cauce a los distintos talentos que ha tenido el programa en este cuarto de siglo. Además, Peláez no pudo tener mejor campo de entrenamiento: si uno ha tenido que lidiar durante años con Óscar Rentería, Edgar Perea, Ortiz Alvear, Wbeimar Muñoz, Javier Giraldo Neira y César Augusto Londoño (para sólo mencionar algunos) o hacer un programa de una hora con Iván Mejía, organizar y atizar a los humoristas es una tarea quizás un poco más cómoda. ¿Quién imagina hoy La luciérnaga sin esos aparentemente improvisados destiempos de los humoristas, sin los chistes malos que bajan la solemnidad de la información y la densidad de las imitaciones o sin los intercambios de los comediantes fríamente calculados para fingir desorden?
Pero La luciérnaga logró algo que pocos programas radiales no informativos pueden hacer, y muy pocos programas humorísticos tienen el privilegio: determinar opiniones. El impacto de La luciérnaga en la opinión nacional es comparable, acaso, a lo que hicieron Jon Stewart y Stephen Colbert durante el gobierno de Bush en The Daily Show y The Colbert Report; lo que hoy hacen Seth Meyers, Trevor Noah y John Oliver ante la administración Trump; o el efecto que tuvo Tina Fey con su imitación de Sarah Palin en Saturday Night Live. Pero la diferencia es abismal: primero, la radio en Colombia ha sido, quizás, el medio más democrático y accesible que hay. No es casual que Hernán Peláez empezase siempre La luciérnaga con un saludo a los oyentes en «las selvas y montañas del país», o que el lector que encuentre un taxi en una gran ciudad cada tarde tenga una muy alta posibilidad de escuchar La luciérnaga mientras sobrelleva el trancón de la sístole urbana. Y buena parte de eso se debe a los periodistas que han acompañado el programa en estos veinticinco años, todos con sus matices. Antes de hablar de lo actual, permítanme recordar a Édgar Artunduaga y Gustavo Álvarez Gardeázabal con su periodismo off-the-record polémico, Héctor Rincón con sus comentarios matizados de cultura, el estilo y el humor de Camilo Durán Casas, e incluso a un ícono de RCN como lo fue Antonio José Caballero llevó a Caracol un tiempo su estilo de reportería magistral que hoy tiene discípulos tanto en Teusaquillo como en la Calle 67.
Así como es costumbre cada año hablar de «Saturday Night Dead» (como bien lo satirizaron Mike Myers y Dana Carvey en el especial del 40 aniversario de SNL), matar a La luciérnaga se ha vuelto pasatiempo de muchos. Cuando Díaz Salamanca se fue, muchos quisieron darle la sentencia de muerte, ante lo cual Peláez jugó sus cartas. Primero, la dupla de periodistas entre Rincón y Gardeázabal. Y segundo, la salida de Díaz Salamanca dio espacio para que otros humoristas brillaran más: Don Jediondo, Nelson Polanía Polilla, el recién llegado Óscar Monsalve Risaloca y los trovadores de Revolcón. Hay otros que han visto la muerte del programa tras el retiro de Peláez, la salida de Gardeázabal y la conversión de Gabriel de las Casas en un reconocido ejecutivo de medios. Pero Gustavo Gómez también ha sabido jugar las cartas mejor de lo que muchos creerían. Primero, le dio un énfasis a la denuncia y al periodismo de investigación. Para ello, ha sabido contar con dos periodistas incisivos que han sabido jugar el equilibrio entre la denuncia más fuerte, la sátira de los humoristas y el comentario argumentado: Pascual Gaviria y Claudia Morales, un tándem que, en mi opinión, ha sido el más fuerte de este cuarto de siglo gracias, precisamente, a la denuncia y a no tener miedo de unirla con la burla de sí mismos. Pero el otro factor del éxito de esta segunda etapa de La luciérnaga ha sido darle más protagonismo a Alexandra Montoya, la más veterana del programa (no por edad, claro, sino por tiempo). Más allá de ser la imitadora femenina oficial del programa, Alexandra ha tomado el papel que durante años tuvo Gabriel de las Casas: equilibra el tándem periodístico cuando Pascual o Claudia no están y da su punto de vista siempre ante las noticias, sin dejar de lado todas las voces que durante años ha convertido en una marca de estilo de su humor y del programa. Por último, Gustavo Gómez ha logrado enfatizar un punto clave de La luciérnaga: son, como los mejores programas cómicos del mundo, equal opportunity offenders. Le dan duro a tirios y troyanos, a santistas y uribistas, a petristas y peñalosistas. No son políticamente correctos (de hecho, tienen al humorista más incorrecto de Colombia en su equipo, Don Jediondo –una reacción colombiana a Borat y Ali G, si me preguntan–), no quieren quedar bien con nadie, saben que tienen a su favor la audiencia fiel y el hecho de ser el programa radial más influyente de Colombia. Y tal vez por eso, como diría Paul Simon, los que escuchamos seguimos «still crazy after all these years«. Y, al menos yo, después de todos estos años, sólo puedo dar las gracias por la compañía en las tardes y por mantener un espacio de humor en años tan difíciles donde lo único que queda, en medio del pesimismo cada vez más sombrío, es la risa.
Nota bibliográfica: Buena parte de la información de esta entrada proviene de La Luciérnaga: 20 años de humor y realidad (Bogotá: Aguilar/Caracol Radio, 2012), escrito por Hernán Peláez y Héctor Rincón).
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