Como colombiano, me dolió ver las imágenes de James Rodríguez en el campo de Cardiff, antes y después de la final de Champions que su equipo, el Real Madrid, ganó a la Juventus el sábado 3 de este mes. Primero él, en su impecable vestido, acompañado de todos los demás jugadores que lo acompañarían en los palcos del estadio galés, murmurando su dolor. Y luego, con el trofeo ya en las manos del equipo, James solo, buscando alguien que se compadeciera de su rabia y de la soledad de no tener al lado a su esposa y a su hija. Al mismo tiempo, las redes se llenaban de frases insultantes hacia el entrenador del equipo merengue, la leyenda francesa Zinedine Zidane. No había foto que pusiera el equipo de redes sociales del francés que no estuviera acompañada de todos los insultos posibles por no poner al diez de la Selección. Incluso algunos que le deseaban a los hijos de Zidane, quienes juegan en las inferiores del Madrid, un destino peor al de James.

Más allá de que nos guste o no que haya dejado al cucuteño en la tribuna, Zidane cumplió con el trabajo de todo entrenador: ser coherente con su fórmula, con su táctica, con su estilo. Frente al medio campo que privilegiaba Carlo Ancelotti, con un volante de contención (Kroos), un volante mixto (Modric) y un volante de creación (James), Zidane se decantó por un volante de contención (Casemiro) y dos volantes mixtos que otorguen esa capacidad de contener a los ataques externos (Modric y Kroos), sistema que otros equipos han usado en el mundo hoy en día. Y si James no tiene cabida ahí es por una razón simple: podría estar más adelante, pero tiene como competencia para el once titular al mejor jugador del mundo (Cristiano Ronaldo), al segundo más costoso (Bale) y a un delantero de los amores de Madrid (Benzema). Adicionalmente, Zidane en estos años ha hecho algo inteligente: darle más espacio a los canteranos que conoció en su tiempo como director del Castilla (Asensio, Lucas Vásquez, Morata), política que contrasta con la búsqueda de cracks a cualquier precio que el equipo madrileño siguió durante años y terminó con grandes jugadores (Owen, Kaká, James) quemados por las exigencias del banquillo y la audiencia del Bernabéu.

Aquí dije hace un tiempo que James es uno de los mejores deportistas colombianos de la historia, y sin dudarlo me mantengo en ese juicio de valor. Que James no haya jugado tanto como él y nosotros quisiéramos este tiempo en el Madrid no es una razón para unir a Zidane a esa horrible categoría de «enemigos de la patria», donde están todos aquellos que han «ofendido» la dignidad nacional (desde Nicolette van Dam hasta Steve Harvey, pasando por Soner Ertek y los productores de Narcos).

Cuando veía esto, agradecí en silencio que no hubiera redes sociales en 1999 cuando un joven jugador del Once Caldas, Edwin Congo, pasó del equipo blanco de Manizales al equipo blanco del Manzanares. Sí, al Real Madrid. Aquí, sin embargo, el papel de Zidane lo ejerció otro técnico con herencia madridista, el galés (y siguen las coincidencias) John Toshack. No me quiero imaginar qué le hubieran dicho a Toshack por haber dejado en la banca a Congo, enviarlo a préstamo a varios equipos donde nunca cuajó o relegarlo a una posición en la banca tal que, como cuentan Federico Arango, Nicolás Samper y Andrés Garavito en el Bestiario del Balón (Bogotá: Aguilar, 2008), los vigilantes de los campos de entrenamiento del Madrid no lo reconocían cuando hacía las pretemporadas.

Esta situación, y muchas otras, me obligan a pensar que eso que llamamos la «colombianidad» nace de la inseguridad. Siempre pedimos validación para todo lo que hacemos, pero al mismo tiempo nos negamos rotundamente a aceptar los juicios negativos que hagan por nuestra conducta. Con eslóganes vacíos como «los buenos somos más», «Colombia es pasión» o el incoherente «realismo mágico» y canciones que han hecho daño a nuestra pobre identidad como «Soy colombiano» de Rafael Godoy y «La vida» de Jorge Celedón (que comparten esa identidad nacional fundada en la fiesta alcoholizada hasta llegar a la desmesura), damos a mostrar nuestra imposibilidad de tener autocrítica, de darnos cuenta de nuestros errores como nación y como personas. Bien sea el Presidente culpando del pesimismo nacional a los medios que sólo pasan malas noticias, o ese horrible locus de control externo que tendemos a demostrar en un péndulo entre el vivismo («primero yo, segundo yo») y la sumisión («eso no es problema mío») cuando nos ocurre alguna situación incómoda que involucre a otros, nuestra sociedad surge del miedo a admitir nuestros errores, a entender nuestras debilidades. En vez de trabajar por mejorarlas, nos decantamos por convertir a los otros en chivos expiatorios.

Además, tendemos a no ayudarnos. En vez de asumir lo que hemos sido, queremos convertirlo en olvido, en algo que nunca vivimos. Un caso sencillo: ante las imágenes de personajes como Wiz Khalifa, quien se tomó una foto en el tristemente célebre Edificio Mónaco, y los tours por la historia del narcotráfico promovidos por agencias de viajes, el alcalde de Medellín sugirió demoler el susodicho edificio para construir un parque. Si pudiéramos borrar nuestras cicatrices, sería maravilloso. Pero esa lección no la aprendimos, mientras el mundo ha sabido convertir su pasado en formas de no repetir el futuro. Basta caminar por alguna acera de Buenos Aires para encontrar una baldosa colorida que evoca cómo, en ese punto preciso, una persona fue desaparecida por la dictadura de los setentas. O ir a la antigua ESMA, la tristemente célebre escuela de mecánica de la armada donde torturaron a tantos y que hoy, más allá de que la manejen Hebe de Bonafini y sus secuaces de las Madres de Plaza de Mayo, sirve para recordar ese lado triste de la historia argentina. O a Berlín con todos sus monumentos no intencionales a la ciudad que vivió los dos grandes despotismos del siglo XX: el nazismo y el socialismo. Incluso cuando se demuelen los edificios, no se olvida lo que ocurrió allí: uno de los edificios más altos de Tokyo dice, en una piedra en su base, «oremos por la paz eterna». Allí quedaba la cárcel de Sugamo, donde Hideki Tojo y otros responsables de la dictadura militarista japonesa de la II Guerra Mundial fueron ejecutados.

¿Nos podemos pensar asumiendo nuestras culpas, nuestros errores, nuestro pasado? ¿Podemos tratar de convertirlos en arte, sin caer en el amarillismo o la pornomiseria de Gustavo Bolívar; e incluso parodiarlos y disminuir su impacto con la burla, como si fueran un hechizo contra boggarts en Harry Potter, como lo intentó El siguiente programa con sus arquetipos de la criminalidad nacional, o como lo logró el escritor alemán Timur Vermes en su Ha vuelto con la figura de Adolf Hitler? Esa es una pregunta que trasciende las ideologías, los cultos a la personalidad que hay en izquierdas y derechas en nuestro país, las candidaturas presidenciales o los compromisos hacia una paz. Una paz que no lograremos mientras sigamos actuando como un adolescente que, buscando aprobación de alguien más, se desnuda en frente de una cámara y se enfurece si le dicen algo de su cuerpo. Mientras no asumamos lo que somos y podamos canalizarlo.

Voyeur: ¿Cuánto puede hacerse con el 1,1 billón de pesos que le han detectado a las FARC en distintos activos? Nadie puede decir que esa cantidad, mayor a la riqueza de algunos de los millonarios listados en Forbes, es de unas pobres viejecitas revolucionarias. Es hora de que el gobierno exija que las FARC den ese dinero e indemnicen a sus víctimas. El gobierno no debería dejarse manipular de ese grupo que busca el poder para imponer el socialismo (¡igualitos a FECODE!) y dejarnos en un estado irreconocible. Ya calmaron las armas, es hora de que respondan por sus crímenes. Tanto en la justicia como con el bolsillo.

En los oídos: Jack Soul Brasileiro (Lenine)

@tropicalia115