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Contra la brutalidad, recordar es la única defensa.
Salman Rushdie en Joseph Anton [Nueva York: Random House, 2012] sobre Cien años de soledad

Y murió Gabriel García Márquez. Y, como era de esperarse, nuestra levedad se vio reflejada en las miles de reacciones que han inundado los medios. Apenas se anunció la muerte del escritor, cuanta figura pública que tuviese el celular prendido se convirtió en “gabólogo”. Todos recuerdan las apariciones que García Márquez tuvo en su vida. Parecía omnipresente y omnisciente. Todos lo llaman Gabo, como si lo hubieran conocido en la miseria de París, en el vecindario de Ciudad de México o en la opulencia de su casa habanera. Pareciera como si, en un giro que le da la razón a la comparación que hizo Jorge Volpi (en su cada vez más lúcido y pertinente El insomnio de Bolívar [Bogotá: Debate, 2009]) de la última gran aparición de García Márquez (el Congreso de la Lengua Española en Cartagena) con “una misa solemne o un concierto de Madonna” (p. 43), hubiera muerto de nuevo Michael Jackson. O Paul McCartney, o Mick Jagger.

Si ese es el ambiente en los medios de comunicación, en las redes sociales el ambiente ha sido mucho peor. Lamentablemente, la sobreactuación ha sido la constante del día de hoy. Mientras expertos y mamajuanas de toda ralea proclamaban haber leído profusa y profundamente al cataqueño, desde La tercera resignación hasta el poema que surgió en los correos electrónicos cuando le detectaron el cáncer linfático, otros sacaron a relucir de la forma más baja algunas críticas sobre la ideología y las amistades de García Márquez. De esos, quiero destacar en especial a la Representante a la Cámara electa María Fernanda Cabal. Los tuits hablan por sí solos:

 

 

 

Nunca ha habido muerto malo, mucho menos cuando el muerto ganó un premio Nobel, convirtió una práctica literaria americana en una forma de ver el mundo e influyó como pocos creadores latinoamericanos en la cultura y la sociedad mundial. Es imposible imaginarse la literatura global contemporánea sin García Márquez: desde Salman Rushdie hasta Haruki Murakami, desde Zadie Smith hasta Cees Nooteboom, desde Mario Vargas Llosa hasta Alberto Fuguet, todos le deben algo al nacido en Aracataca. Y en Latinoamérica su influencia fue más allá: convirtió Macondo en un sinónimo del continente. Para bien y para mal, su obra fue un terremoto que cambió todo el significado del sur del río Bravo. Fue un terremoto tan grande, que su obra eclipsó (y eclipsa) a muchísimos autores que tuvieron como desgracia haber sido contemporáneos de algunas de las obras más importantes de la literatura universal. Tan grande fue, que su obra sirvió a tirios y troyanos. Hace poco menos de un año, escribí estas palabras sobre el uso de “realismo mágico” como eslogan del turismo colombiano:

 

Desde que Cien años de soledad se convirtió en el éxito editorial de 1967, pero con un impulso especial después del premio Nobel, Gabriel García Márquez ha visto cómo su obra se ha convertido en una marca, un cliché. Automáticamente se hizo la equivalencia Macondo = Colombia y las imágenes hermosas de Macondo (Remedios la bella, las mariposas amarillas, la “aldea de veinte casas de barro y cañabrava”) desplazaron al gallo de El coronel no tiene quien le escriba y a la todopoderosa Mamá Grande.

Siento que García Márquez fue mejor escritor de cuentos que de novelas, y de nouvelles (novelas cortas, como Crónica de una muerte anunciada o El coronel no tiene quien le escriba) que de romans (siendo brillantes, como Cien años de soledad o El otoño del patriarca). Además, fue un periodista brillante como pocos haya dado Latinoamérica. Pero su fama fue tal que se convirtió en una maldición. En un escudo en el que muchos, lectores y observadores, proclamaban el pueril nacionalismo colombiano (para la muestra, baste recordar la crítica a Sontag y Vargas Llosa en 2003, el “episodio más vergonzoso” de la Feria del Libro, como lo llamé hace un año, o la torpe lisonja de Héctor Abad Faciolince). En alguien que le prendió velas a Dios y al Diablo, y que vio manchada su reputación (y su legado) por la amistad que tuvo con el régimen cubano (un análisis descarnado y profundamente serio al respecto está en Redentores de Enrique Krauze [México: Debate, 2011]) y el silencio que mantuvo ante las violaciones de derechos humanos por parte de Fidel y Raúl. Así, Gabriel García Márquez fue, acaso, uno de los encargados de inventar a América Latina, o a una parte de ella.

Como diría la excelente crítica literaria y poetisa Luz Mary Giraldo en Caracol Noticias: “está la presencia de toda su obra”. O Mario Vargas Llosa: “Sus novelas le sobrevivirán y seguirán ganando lectores por doquier”. El mejor homenaje es el más sencillo, el más honesto, el más humilde: leer su obra sin alardes, sin mostrarse como pavo real: sólo leerla.

Voyeur: Al respecto, cabe destacar la desidia de Norma, que convirtió la obra de García Márquez en Colombia en ediciones mediocres para el lector que busca libros de buena calidad y no ediciones escolares, como denunció Nicolás Morales en Arcadia. Qué ironía ver el maltrato hacia la obra de García Márquez por parte de las dos editoriales colombianas que lo usaron (que no editaron) para subir ventas: primero, el mercachifle José Vicente Kataraín y su Oveja Negra, que convirtió la confianza del caraqueño en la piratería que aún hoy pervive con ediciones viejas en sótanos de descuentos. Y segundo, Norma y la mediocridad de sus ediciones. ¿Habrá ahora, que murió García Márquez, ediciones que den la importancia que merece su obra?

En los oídos: Demons (The National)

@tropicalia115

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