La selección nos regala un triunfo más y le da un nuevo impulso a la memoria colectiva futbolera. Con coraje, sacrificio y pasajes de buen fútbol, nos metemos en el balance positivo de la fase de grupos de Rusia 2018.
Con mas del 60% de partidos jugados, ya podemos ir evaluando lo que nos deja el mundial. Los futbólogos consagrados destacarán el sorprendente anfitrión que resultó ser Rusia, en especial sus jóvenes, que de a poco se conectaron con su selección y con la alegría del torneo. Se celebra también el buen promedio de goles, 2,8 por juego y, sobre el índice de amarillas por partido (3,2) se dirá que no sorprende y que pudieron haber sido muchas más. Hoy lo vivimos contra Senegal, un equipo con potencia física de caballo de cuarto de milla frente al que Colombia no se amilanó. ¡Gracias muchachos!
Sigamos. El debut de la video-asistencia (VAR) fue exitoso, potenció la eficacia del arbitraje en el torneo y gracias a ello, los aficionados gritamos nueve penales más que suman veintidós en total. Fue la fase de grupos con mas penaltis pitados de la historia, aunque cuando le tocó a los pentaganadores del balón de oro, Messi y Cristiano, se la entregaron al arquero. ¿La lógica del fútbol?
Luego está lo intangible, las imágenes y los recuerdos que tejen la memoria colectiva, ahí está el valor del triunfo colombiano. Nosotros nos llevamos ya varias postales, para eso esperamos cuatro años: La mano desesperada del que nunca se equívoca, Carlos Sánchez; el poderoso partido que le hicimos a Polonia, y el rostro de felicidad de Falcao y el equipo en el segundo gol. ¿Cómo ponerle precio?
Hoy, contra Senegal, la imagen fue todo un partido lleno de sudor y esfuerzo, de entrega total, de resistir los golpes y también de crear situaciones en medio de la tempestad del codo y la patada; de hacer lo que Colombia sabe: jugar a la pelota. Así llegó la falta que le permitió a Mina consagrarse una vez más. Un premio más que merecido.
Lo que nos deja un Mundial
Lo que más me gusta de un Mundial de fútbol es que nos deja, a todos los países, una memoria colectiva de logros, de proezas físicas o de dolorosos fracasos; de ruptura de récords o del valeroso triunfo de los débiles. Nos deja lecciones de humildad y de ética deportiva, son momentos, entre tantos líderes tan pusilánimes que tenemos, en los que es posible admirar la condición humana.
Es claro que para lograr la gloria y meterse en el Olimpo futbolero se necesita más que buen juego y planteamiento táctico. Es una mezcla de todo aquello más la oportunidad: un yerro del enemigo, un espacio providencial donde filtrar un pase y un soplo de buena suerte, esa que se cosifica en un postazo enmudecedor de un balón del rival o un pase largo al que nuestro delantero llega mágicamente para definir. Una odisea en diez minutos de partido para ser recreada eternamente por juglares de la calle en todos los barrios de todas las ciudades, en todos los picados de domingo.
Es lo que, en tiempo de reposición, llaman los cronistas de fútbol un milagro. Un evento muchas veces fuera de la lógica del partido pero que siempre vamos a queremos ver, escuchar y recordar. Un milagro que nos ponga a llorar, que arranque del cronista un grito explosivo con lírica furiosa y decadente, una cucharada de esa narrativa banal de lo increíble de la que Latinoamérica siempre será campeona mundial. La selección Colombia nos demostró en esta primera fase que puede hacer milagros y por eso seguimos ahí apoyándolos con la camiseta puesta.
El amor a la pelota nos permite tolerarle muchas cosas al fútbol de élite, la violencia injustificada de sus hinchas, el ser pretexto de celebraciones sin medida con consecuencias fatales, la exacerbación del nacionalismo, su connivencia con el dinero ilegal o la evasión y, hoy más que nunca, la perversa complicidad de sus dueños con un modelo económico que legitima la codicia antes que la ética y el negocio antes que el juego. Y sino pregúntenle a Julen Lopetegui.
Por eso y en ese teatro de sueños interrumpidos por la necesidad de vender, donde el regate y la pausa parecen ser reemplazados por el físico y la velocidad y donde cada vez es más difícil encontrarse un Riquelme, un Ronaldinho o un Neymar sin que los muelan a patadas; es que la victoria de Colombia es importante y hace parte del gran balance del mundial. Es la victoria del fútbol que necesita, como el milagro que narran los comentaristas, más lírica. Equipos como Bélgica, Brasil y un poco Colombia, son quienes representan esa cuota de fútbol para el deleite.
Esperaremos entonces que Colombia nos siga alimentando la memoria colectiva con milagros y después, si hay tiempo, victorias. Porque la lírica en el juego y la lírica con la que se narra siguen siendo más importantes si queremos que el fútbol mantenga su identidad original y su apellido paterno: el deporte más bonito del mundo.
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