Los recuerdos de quienes se tomaron las calles de Berlín en 1989 revelan el mismo germen del malestar social que hoy incita a la protesta en otros lugares del planeta.
Berlin 1989 (I): El germen del malestar social
El primer acto público del gobierno de la RDA en 1989 empezó con una fulminante sentencia de su presidente Erich Honecker: «El muro de Berlín va a seguir ahí durante cincuenta o cien años más».
Era una respuesta firme a las protestas y levantamientos populares en contra de los gobiernos comunistas de la región y a las ideas de cambio que pudieran inspirar a algún -usemos un término familiar- «vago» o «desadaptado», a algún terrorista en potencia, aún vestido de civil.
Pero el tiempo y la gente le cobraron su impertinencia al Presidente y de qué manera. Apenas diez meses después el muro agujereado y pintado de colores era una apología a la obsolescencia y Honecker entraba al quirófano para que le extirparan un tumor del riñón izquierdo “del tamaño de una ciruela”, dijeron los médicos.
¿Cómo llegó a derrumbarse así la contracara del sistema global que regló el mundo durante más de 50 años? Y ¿Es verdad que fue todo pacífico y a punta de marchas? ¿quienes eran esos estudiantes, artistas, maestros, choferes; esos miles que salieron a la calle?
Mattias Rau hizo parte de esos miles y recordó para nosotros, todavía entre suspiros e incredulidad, ese otoño lluvioso de 1989:
«Teníamos mucho miedo, pero aún así seguíamos reuniéndonos desde el 86, de forma clandestina, en un par de iglesias y en algunos bares. La policía era implacable, sin embargo, cada vez éramos más. En la primavera de 1989 nuestra realidad aún era la misma, pero los rumores de lo que pasaba en Hungría y en Checoslovaquia, de que ya iban ya a celebrar elecciones democráticas en Polonia, nos hacían soñar y pensar en cómo hacer visible nuestro hastío de la dictadura. Salir a la calle era el único recurso».
La sociedad que quería gente normal .
Desde 1986 Mattias se venía enfrentando a la incontestable represión comunista organizando vigilias, llevando información, pintando muros, pegando carteles y hasta traficando con música y libros prohibidos. Incluso, desde mucho antes Mattias era ya un problema para el sistema. Supo hasta después de la revolución, casi a los 34 años, lo que realmente quería hacer con su vida, estudió, como todos en la RDA, pero las dudas sobre su profesión y la resistencia a seguir una única carrera, un único destino, le complicaron la vida. No tener un trabajo estable era un delito en Alemania del Este y, sin ejercer lo que estudió, Mattias terminó acomodando obras de estudiantes en un atelier de la Academia de Artes de Berlín.
Desde el restaurante de empleados, Justo al frente del complejo de edificios del gobierno, en la Schlossplatz, Mattias escudriñaba todos los eventos públicos, veía el devenir de los burócratas, entrando y saliendo como hormiguitas a la sombra de banderas colosales. Todo le era ajeno y nunca dejó de sentir miedo. Miedo a sus profesores, miedo a su antiguo jefe, miedo al oficial del servicio de empleo, miedo a la policía -claro-; miedo al administrador de su edificio, que sin pudor le preguntaba porque salía siempre tan tarde de casa y si tenía o no una novia. Le daba miedo ser espiado, le daba miedo el sistema.
En respuesta, Mattias inventaba cuentos para justificar sus decisiones, su trabajo mediocre, su ropa desaliñada, su pelo largo, su vida toda. Vivía pensando que cualquier día iba a ser declarado un paria, un desadaptado, un vago, uno de aquellos por los que todos sienten vergüenza. Ese no ser normal hacía parte de las «actitudes disruptivas del orden público y la seguridad» -rezaba el artículo 249 del código penal-, eran conductas «antisociales».
El malestar social no ha dejado de existir.
Un solo testimonio fue suficiente para encontrar ese germen lóbrego del malestar social, que tarde o temprano muestra su cara en todas las sociedades que pululan entre los extremos de la acumulación del capital o de la socialización de la pobreza. Hoy todavía, la escasez de alternativas para millones de jóvenes, no sólo de ganar un sueldo, sino de hacer una vida de mayor significado en los códigos del mercado y la sociedad que los avala, parecen ser una de las enfermedades. La fiebre que avisa son las protestas y la gente en la calle.
De personas asfixiadas por un presente y un futuro escrito en piedra, como el berlinés que nos contó su historia, están llenas las manifestaciones en las calles de Santiago, de Caracas, del Alto en la Paz, de Quito, Bogotá, Puerto Príncipe, Hong Kong, Beirut y, en Pristina, desde hace ya casi un año. En las calles de Estambul y de Moscú también pasa lo mismo, así no salga en el noticiero.
La dignidad de la protesta.
Ya que a esta generación de «vagos» no les va a quedar planeta que habitar en el futuro, es apenas justo que den la pelea hoy por reivindicar necesidades estructurales como educación, seguridad o equidad del ingreso. Y dado que lograr estas transformaciones parece a veces más dificil que revertir el cambio climático, lo mínimo que uno puede hacer es respetar y abrazar la protesta que es la angustia de la gente hecha carteles, consignas o cacerolazos. Démosle la dignidad que se merece, tanto manifestantes, como gobernantes y también los que miran solamente a todos esos «desocupados» con tirria o desdén.
Exigámosle a los partidos políticos que no se apropien de la protesta, como terminó pasando en Bolivia. Tratemos la fiebre sin ocultarla que nunca nadie se ha curado así. ¿Qué alternativa de desarrollo le estamos dando a tanta gente que aún siente que no tiene un lugar en la sociedad?
La historia de Mattias y otros, que pasaron de revoltosos a revolucionarios, no acaba aquí. En la segunda parte de esta entrada les cuento más de sus vicisitudes durante ese otoño poderoso en las calles de Berlín.
[Sigue la historia de Mattias Rau aquí]
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