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Cuando levanté entre mis brazos a mi hijo Iván, de 6 años, él se aferró a mi cuello y con sus bracitos me apretó lo más duro que pudo. Yo hice lo mismo y a él se le escurrieron las lágrimas. Fue un abrazo inmenso, pero muy triste. 
Estábamos en la puerta de salida de los vuelos nacionales en el aeropuerto internacional Eldorado, en donde nos habíamos podido ver por espacio de una hora con él, mi otro hijo Esteban y mi esposa, en una escala que hice de un viaje entre Cartagena y Cúcuta. 
De donde pude saqué fuerzas y le dije que todo iba a estar bien. ‘Pronto nos veremos otra vez’, le dije. Y sonreí, con esas sonrisas que aún delatan que el alma está triste. Lo levanté una y otra vez y le dije que lo quería ver sonreír. Que no estuviera triste. Le hice cosquillas como siempre lo he hecho, le mordí la quijada y las orejitas, hasta que sonrió. 
Esteban estaba al lado. Ya nos habíamos despedido con un abrazo y un beso. En silencio. No quedaba más que pasar por aquella puerta del muelle nacional hacia la sala de espera, sin mirar atrás. Sin dejarles ver que a mí también se me habían salido las lágrimas. Sin dejarles ver que el corazón lo tenía arrugado y que el alma la tenía en pena. 
Cuando los dos se enteraron de que yo iba a estar en el aeropuerto una hora esa noche, se arreglaron a la carrera y bajaron a esperar a la mami que llegaba a recogerlos al reencuentro con su padre. 
Iván se había vestido con unos pantaloncitos que se le caían. No se había alcanzado a poner el cinturón. Y los zapatos se los había puesto al revés. Esteban estaba pintoso. 
Y en sus dos manos, Iván se había puesto unos pompones, de esos que utilizan las porristas. Entendí por qué los llevaba, cuando en Mac Donald’s me dijo que me quería mostrar un baile que le habían enseñado en el colegio. Y se puso a bailar. Las manos arriba, un salto atrás, otro adelante, dos al lado, vuelta las manos arriba, sentada en el piso, piernas al frente, de nuevo en pie, brazos arriba. 
Esteban estaba muy impresionado con los documentales que había visto sobre el 11 de Septiembre, me narraba emocionado una y otra cosa y me preguntaba por qué pasó esto y aquello, hasta que terminamos hablando de la guerra de Afganistán. 
Pero el tiempo corría y había que partir. Y ahí fue cuando llegamos a la puerta del muelle nacional, pasé los controles y seguí adelante, sin mirar atrás. Sentía un nudo en la garganta y aunque me daba ánimos diciéndome que los iba a ver más tarde a través de Skype, tenía ese revoltijo en el alma que no lo deja a uno estar en paz. 
Ya en el avión, rumbo a Cúcuta, en donde estoy trabajando, me preguntaba ¿qué es lo que estoy haciendo? Miraba a través del pasillo del avión y me provocaba salir corriendo hacia atrás, como si con ello me pudiera acercar más a mis hijos. Pensaba y pensaba si lo que estoy haciendo es lo correcto, pero ese no era el momento de analizarlo. Porque cuando el corazón está tan triste, la razón no se ve en el camino. 
Una silla delante de la mía, en las filas de la derecha, un niño de unos cuatro años no hacía más que jugar. A muchos les parecía que era muy gritón y trataban de protestar. A mí me parecía que sus gritos, su risa y sus quejas eran un coro celestial. Porque era la voz de un niño que iba al lado de quien parecía ser su padre, y estaba feliz. Y en ese momento sentía más necesidad de darle un abrazo a cada uno de mis dos hijos. 
Una semana más tarde Iván me mostró por Skype una medalla que le habían puesto en el colegio por ser un buen amigo. Estaba orgulloso. Yo también. Lo aplaudí frente a la cámara, le envié un beso y le dije que le daba un abrazo. Y abracé el viento. Y él hizo lo mismo: cruzó sus dos bracitos y se dio el abrazó, como sintiendo aquel que le estaba enviando su padre desde 500 kilómetros de distancia. 
Es cuando uno piensa que con los hijos no hay que perder un segundo. Nunca he entendido por qué una madre o un padre se desesperan con un chiquillo. A los niños hay que amarlos y no sufrirlos, nos dijo un día el pediatra de mis hijos. Y con esa premisa siempre hemos actuado con ellos. 
Hoy extraño no estar con ellos. Me duele el alma cada vez que los siento lejos. Pero me reconforta saber que el esfuerzo que estoy haciendo ahora es por ellos. Para ellos, los verdaderos motores en mi vida. Ya podremos estar juntos de nuevo y darnos esos abrazos que nos debemos. 
Y a propósito:  ¿usted ya le dio un abrazo hoy a su hijo?

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