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Volteé a mirar mientras me subía al andén y vi pasar una supercamioneta, de esas altas, lujosas. Alcancé a ver que la iba manejando un joven y sospeché que a su lado iba una chica, porque algo estaba hablando con alguien. Acababan de salir de la sede de una universidad en Cúcuta. 
No sé por qué me dije de inmediato ‘¿y usted por qué no tiene una de esas?’. Y en cuestión de segundos alcancé a sentir cierta envidia, pensando que yo he trabajado más de 30 años sin tener una. 
Eso me preocupó porque nunca he pensado de esa manera. No soy envidioso y menos por eso. Además, siempre me decía que no iba a comprar carro porque no lo necesitaba. El primer carro que tuvimos lo compramos fue por mi esposa, que se decidió a adquirirlo, consiguió una plata y yo puse el resto. De no ser así, nunca hubiéramos tenido un vehículo. 
Por unos segundos, el día que vi la camioneta, o mejor sea dicho al joven manejando la camioneta, pensé que yo tenía que ser rico como él. ¿Cómo así que trabajando todos estos años, en buenos empleos, no he hecho una fortuna? ¿Y ese muchacho, tan joven y ya con semejante carro? ¿Y yo caminando, cojeando, para la droguería a que me pusieran una inyección? ¿Esperando la quincena para pagar los recibos de agua, luz, teléfono, televisión, Internet, celulares, colegios, apartamento…?
Salí caminando peor de la droguería. Ahora no solo me dolía el pie sino la inyección. Y se me estaba volviendo todo un rollo la cabeza con eso de la camioneta, cuando vi a la familia que siempre vende arepas en la esquina del hotel en donde me hospedo. 
Allí, en plena acera, entre una caja de cartón partida por la mitad, estaba un chiquillo de unos 6 o 7 años. Apenas cabía en ella. Y estaba sentado adentro, con las piernas encogidas hacia arriba y los pies puestos al frente, como si con uno pudiera acelerar y con el otro frenar y hacer los cambios de ese supercarro que era toda una realidad en su mente. 
Sobre la calzada estaba su madre, haciendo las últimas arepas de la noche en un asador que el niño siempre le ayuda a limpiar al final de la jornada y con todos los utensilios que el pequeño también recoge feliz cuando se van a ir. 
Se ven una familia humilde, pero cada vez que paso por allí los veo felices. Y no creo que algún día se hayan puesto a pensar siquiera por qué otro fulano tiene un carrazo y ellos no. 
Entré al hotel con el cuento en la cabeza, regañándome por haber pensado lo que pensé y recordándome lo felices que somos con mi familia y lo bien que nos ha ido en la vida como para que ahora me venga a amargar porque vi a un muchacho manejando una camioneta que se me ocurrió que debería ser mía, cuando ¡ni siquiera soy amigo de tener camionetas!
Y entonces recordé esa hermosa charla que tuvimos a comienzos de mes con Iván, mi hijo de 7 años, que me preguntó si los millonarios siempre vivían en unas casas grandes y lujosas y me dijo que él quisiera vivir también así. 
Le contesté que también hay gente muy rica que vive en unas casitas que no son para nada lujosas, como por ejemplo alguna gente del campo que tiene su finca y su buena plata pero que no gustan de los lujos porque su vida es la de sacar las cosechas e ir a venderlas y ni siquiera se compran una camiseta de marca porque dicen que con la ruana tienen suficiente. 
Le dije que la verdadera riqueza no está en ser millonario, sino en ser feliz. Y me contestó: ‘papi, entonces yo soy millonario’. Por eso hoy me le uno en coro a mi hijo, para gritarle al mundo que yo también soy feliz.  
Twitter: VargasGalvis

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