Allí estaba ella, llorando, aferrada a su carreta sobre la cual tenía una vitrina con empanadas y pasteles y al lado una gran cubeta llena de avena. La rodeaban dos policías y varios curiosos. Un hombre, con uniforme de una empresa de entrega de correspondencia, le manoteaba y la regañaba de una manera miserable.
Otro hombre que estaba en el puesto de frutas del frente se acercó y le preguntó al policía qué pasaba. “El señor del carro lo dejó rodar hacia atrás y rayó el carro con la carreta de la señora”, respondió.
El señor de las frutas en la mano preguntó: ¿Cuánto está pidiendo el del carro? “20.000 pesos”, respondió el agente. Y aquel sacó entonces el dinero, llamó al energúmeno conductor de la camioneta, le dio el dinero y le dijo que se fuera.
Cuando este iba hacia su vehículo, protestando, otro de sus compañeros de la empresa de correos se envalentonó con el de las frutas y le reclamó que le haya dicho que se fueran.
“Ya tienen la plata, váyanse”, les dijo el de los 20.000 pesos, pero como respuesta recibió un intento de agresión de aquel hombre que segundos antes se veía sereno. Uno de los dos policías saltó con gran agilidad y lo detuvo poniéndole la mano en el pecho, mientras los curiosos y los conductores que estaban allí se unían en coro contra los abusivos hombres que le querían sacar los 20.000 pesos a la señora de las empanadas.
El señor de las frutas se fue, de la misma manera como llegó. Y allí quedó la señora de las empanadas, tal vez agradeciéndole a Dios que no le hubiera tocado pagar lo que hubiera sido un gran porcentaje de su producido del día.
¿Será que los indignados ocupantes de la camioneta le habrán dado los 20 mil pesos a la empresa? ¿Los habrán utilizado para arreglar el rayoncito que sufrió el vehículo? ¿Lo habrán tapado con cera?
Eso no lo sabremos nunca. Pero lo que sí sabemos es que esos hombres protagonizaron uno más de los episodios de intolerancia que se viven en Bogotá, una ciudad en la que parece que cada día hay mayor tensión, mayor estrés. En sus calles se respira algo distinto a lo que se vivía hace cinco años. Hay más motos, más ciclistas, más carros, y no se respetan entre sí. Sigue primando la ley del más vivo y hay menos vergüenza para hacer barbaridades en la vía.
¿Qué hacer? Un día me recosté en el espaldar de un taxi, me puse a escuchar la música clásica que puso el conductor, cerré los ojos y me dispuse a desestresarme de una ardua jornada laboral. Pero solo pasaron unos minutos antes de que tuviera que agarrarme con una mano de la manija de arriba de la puerta y con la otra mantener el equilibrio sobre la silla. La música no estaba desestresando al conductor. Este iba como alma que lleva el diablo, aún en medio de un trancón en Las Américas, encontrando un hueco entre los carros para poderlos pasar.
¿Por qué estamos tan estresados? ¿Es que se nos olvidó vivir la vida? ¿De qué vale tanto afán? ¿Por qué ese ciclista no sabe que arriesga la vida cuando se pone a torear a los carros? ¿Por qué el conductor del taxi le tiene tanto odio a los ciclistas y a los motociclistas? ¿Por qué estos hacen tantas barbaridades?
Preguntas sin respuestas. Pero preguntas para pensar. ¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros para que esta situación cambie? ¿Nosotros somos el problema? ¿Podríamos pensar en cambiar, en calmarnos, en darnos un aire y dedicarnos a ser felices en vez de competir con los demás? Yo creo que podemos hacer esto y mucho más. ¿Usted qué piensa que se puede hacer?
@VargasGalvis
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