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Foto tomada de Freepik. Este recurso se ha generado con IA

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Fue una noche mágica. La familia estaba reunida en la casa de mis primos en Tocaima, a unos pasos de la piscina, unos en una parte del comedor y otros en la cocina, conectados entre sí por el arco y el mesón que había entre los dos. Pero más que por el arco y el mesón, estábamos conectados por el corazón, por el amor, por la felicidad de un momento que no se habría de repetir.

Alguien había puesto la música. Pero había escogido esas canciones que son para cantar a grito herido: bailables, románticas, llaneras, rancheras, vallenatos. Resultamos todos cantando al unísono, con emoción, levantando las botellas de cerveza como golpeando el viento en apartes de las canciones, sacando el pecho y dejando escapar hasta el último aliento.

Niños, jóvenes y adultos unidos por el amor y compartiendo como uno solo, como una familia, como cuando hermanos, primos, padres, tíos, tías se dan cuenta de que son una misma sangre apasionada.

Al amanecer, porque nos la pasamos toda la noche cantando, cuando ya nos íbamos a ir, mi papá pidió la palabra. Rondaba ya un poco más de los 70 años. Y dijo algo como así: «¡Gracias, gracias a todos por hacerme tan feliz. Gracias por este momento, gracias por esta alegría, gracias por tanta felicidad!». Con esas palabras, terminamos todos llorando y abrazándolo, sellando con eso nuestro pacto de amor incondicional, expresado tan hermosamente con esas frases.

En ese momento sentí que aquello no se iba a repetir jamás. Por más que nos lo propusiéramos, no se repetiría. Porque aquello fue tan improvisado, tan auténtico, tan singular, que así lo volviéramos a hacer no sería igual.

Después de ello pasé mucho tiempo con nostalgia de aquella noche y madrugada. Quisiera que volviera a pasar. Y cada vez que me acordaba añoraba ese momento, sin entender que no había por qué hacerlo. La añoranza trae un tanto de tristeza por lo pasado. Pero debemos comprender que nunca se repiten los mismos momentos. Que estos hay que vivirlos en ese instante, disfrutarlos al máximo y guardarlos en el corazón como un tesoro.

Ahora no tengo esa nostalgia. Solo me siento feliz de haber vivido ese momento y le doy gracias a Dios por ello. Porque la nostalgia la tenemos que convertir en felicidad. Y debemos comprender que cada momento en la vida es irrepetible. Por eso debemos vivirlo con la mayor felicidad, el mayor amor y con la convicción de dar lo mejor de nosotros en ese instante, para ir construyendo así nuestra colección, no de nostalgias, sino de momentos que nos llenen de emoción cuando los recordemos.

En X; @VargasGalvis

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