Hoy tengo un compromiso con mi sentir, más que con la prudencia, aunque recuerdo siempre que la novena de aguinaldos me habla año tras año de «la prudencia que hace verdaderos sabios» y debo preguntarme si ser correctamente prudente es lo ideal, o es mejor ser directamente honesto con el sentir general de mi gente del toro.
Y es que la fiesta brava en nuestro país en los últimos veinte años ha sufrido cambios, cambios que de una forma u otra han marcado el derrotero de la conciencia de los que amamos la fiesta.
Yo vengo de una familia en la que la tradición taurina hace parte de fundamental de la infancia, juventud, madurez y vejez de todos sus integrantes, y es que mi familia está conformada por miles de padres, centenares de hermanos y muchos hijos, incluso Jerónimo y Federico. Somos una gran familia, la familia taurina, somos los mismos siempre, todos bajo el circo sin carpa que rodea cada una de las plazas de la geografía tauromaquia mundial.
Pero retomemos y hablemos de algunas de nuestras casas más cercanas, Bogotá, con la Santamaría, Manizales con el Redondel Sonoro, Medellín, con la legendaria Macarena y Cali con la Copa Champañera.
La Santamaría, por ejemplo, en el pasado tenía sus puertas abiertas los cincuenta y dos fines de semana del año. Había novilladas, festejos taurino – musicales, festival de verano, incluso carteles cómicos taurinos, las celebraciones del día de la secretaria, la madre, el padre, la natividad y el año nuevo, eran con toros y que decir de las grandes temporadas, la del Señor de Monserrate en diciembre y las de abono de enero, febrero e, incluso, marzo.
Con el paso de los días llegaron los malos tiempos, aquellos donde a los gestores de la fiesta le prohibieron dar festejos a los pequeños soñadores de la empresa taurina. A los novilleros y matadores menos conocidos ya no se les permitía entrar al tradicional palco de la Undetoc. La larga lista de festejos que vivíamos se redujo cada vez más y con ello el respeto por todos los estamentos de la fiesta, incluso, los otrora sindicalistas de la Unión de Toreros de Colombia, perdieron el ímpetu de la lucha, algunos ya no están, porque vieron venir con claridad el futuro, otros cambiaron de tendido para que la temperatura no los incomodara y poderse apañar a los nuevos adalides.
Las tradiciones también han perdido espacio, la liturgia, el decoró y el respeto por los profesionales del toro en todas sus áreas, ya es adorno o paisaje, por cuenta de los potentados de las «empresas salvadoras de la fiesta».
Hoy al coso de la calle 26 de Bogotá, ni siquiera se permite en la mañana el ingreso de los viejos taurinos, o de los que en la tarde se visten de lentejuelas. Los revisteros de ayer o los jóvenes, e incluso, niños que hacen parte de las nuevas generaciones de los medios de comunicación taurinos tienen que “mendigar” el ingreso a los sorteos de los toros que se lidiarán en nuestra propia casa.
Es doloroso ver que hombres llegados de otras latitudes, hoy deciden “quién vale o no en el mundo taurino de nuestras tierras».
Hace pocos días, en Cali, tuvimos que ser víctimas de actitudes y actuaciones que lesionaron lo más profundo de nuestra dignidad humana y taurina. Fuimos ofendidos por los que pasaron como aves migratorias para recoger los dividendos de la plaza, rentas que quizás nunca les llegaron, tal vez por “la ley de la compensación”, que sí existe en la vida y que hoy hace que prefieran migrar a sus terruños para no perder más de lo que podían calcular. Lo complicado es que tras los que se marchan, vienen nuevos adalides de la fiesta, y no soy quién para valorar o descalificar a unos u otros. El tiempo, la Virgen de la Macarena y el Señor de las plazas se encargarán de dar a cada quien la faena justa, en el ruedo preciso.
A mí, por mi parte, me asiste el deber moral de decir que en plazas como la de Manizales, aún existe un valor inconmensurable, el respeto por los aficionados que pagan, los profesionales de la fiesta en todos sus representantes, desde los maletillas, pasando por los nobles monosabios, los periodistas, subalternos y hasta los más encumbrados coletudos.
Ojalá que plazas como la de Cali sepan en un futuro muy cercano elegir a sus nuevos «arrendatarios aliados» para dignificar nuevamente la fiesta en la Copa Champañera, para que se retome el rumbo, que se le dé a cada quién lo que le corresponde, que no se le quité nada a nadie, pero sobre todo que el buen nombre de la plaza de la Guadalupe no caiga, o mejor recaiga en lo que vivimos hace apenas dos meses y que hoy palpamos en los muros de mi casa en la capital. Hoy seguimos viendo la puerta de cuadrillas de Bogotá con agresivos plásticos negros, que impiden que la afición toque o por lo menos vea a sus ídolos, los toreros, los hombres de luces, que hacen que la fiesta siga viviendo y recobren su sitial.
A la fiesta le hace falta que volvamos a respetar a los profesionales del toro y a los aficionados que han entregado sus vidas y las de sus familias, por generaciones, para defender nuestras tradiciones, y como dice la frase acuñada por los actuales visitantes de la Santamaría «apoyemos lo nuestro», llenemos todas las plazas, pero con respeto por la fiesta y por todos los que hacemos parte de ella.
Dios reparta suerte y sabiduría para que las plazas de Colombia sepan escoger a sus moradores. Amén.