Te confieso que me resistía a creer que en Cartagena todo estuviera inflado, que en cualquier parte nos cobraran como gringos y que la única forma de comer bien era pegándole un guamazo a la billetera. ¿Qué les pasa? Si esto es Colombia, decía yo.
Pero todo pintaba que iba a ser así, porque alquilamos un apartamento en Morros, en uno de esos condominios con piscina digna de foto de Tripadvisor. Aunque tú, tan recursiva siempre, me contaste que conocías un pequeño local en el barrio popular contiguo a nuestra zona, donde había pescado fresco y, claro, a buen precio. Y mientras caminábamos por la playa para visitar tu lugar, un negro convincente nos abordó para recomendarnos la Cooperativa de los Pescadores, y nosotros, creo que solo por el nombre, le creímos.
Róbalos, pargos y otros pescados que, dependiendo del tamaño, solo costaban entre $20.000 y $35.000, todos con sopa (de pescado, por supuesto), arroz, ensalada y plátano. Y ya llenos nos dimos cuenta de que no teníamos suficiente dinero para pagar y recuerdo que en el restaurante nos fiaron los $5.000 que nos faltaron. ¿En qué lugar te dejan hacer eso? ¡Qué gente bella, Dios! Prometimos volver.
Y me acuerdo que ese mismo día fuimos a cenar como gringos. Me invitaste de cumpleaños a Don Juan y de su menú escogimos el pulpo a la brasa con tocino, papas confitadas, tomates secos y crema agria ($28.000); risotto de langostinos con tomates frescos, mascarpone y parmesano ($49.000); y pargo a la sartén, salteado con salsa de camarón y coco, y puré de yucas rotas ($42.000). No nos quedó espacio para el postre.
Entonces decidimos caminar por la ciudad amurallada hasta llegar a Getsemaní, donde bebimos y bailamos champeta, y cuando se nos apagó la chispa salimos a caminar y, diagonal al Centro de Convenciones, un barcito de poca pinta, de locales y gringos buscando noche, nos convenció de entrar solo porque sonaba Ámame del Gran Combo y porque no había cover, y porque la cerveza era barata, y porque había salsa toda la noche.
Al siguiente día volvimos donde nuestros amigos los pescadores, pedimos de nuevo nuestro plato, pero esta vez sí pagamos lo del día y lo que nos fiaron. Y descubrimos juntos que sí había buenas opciones sin precios de gringos; pocas y rebuscadas, eso sí, pero había.
Creo que cuando ya se acababa nuestro viaje me dijiste: «es que tú eres muy fácil de hacer feliz», y sentí que me empelotaste, en serio; como si hubieras revelado un secreto que ni yo mismo sabía. Y sí, la había pasado muy bien, todo había sido fácil.
Y unos días después, ya en Bogotá, cuando fui a reclamar un libro que se me había quedado en tu cartera, lo abrí y había una nota que decía: Alejo, gracias por Cartagena. Y ese fue mi tesoro, que aún conservo celosamente. Y ya no estamos juntos, pero tampoco te he olvidado, Cartagena.
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