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Por estos días ando en una tusa extraña. De esas inesperadas o que se experimentan por primera vez: un cambio de casa. Al parecer, un año en ese apartamento fue suficiente para que me haya quedado un recuerdo entrañable del sitio, las personas, los árboles, los pájaros.

Por eso, aquí estoy recordándolo. Recordando el ambiente y sus personajes. Como si fuera una parte importante de la película de mi vida.

Lea aquí El señor de la cobija

No podría decir adiós sin hablarles de Tico, ese hombre que al comienzo me pareció todo un misterio y que poco a poco fui desvelando: Tico se convirtió en alguien de mi rutina habitual. Cuando cocinaba en casa y tenía tiempo le bajaba un plato de comida al almuerzo. Él esperaba sentado en el parque de al frente. Cuando paseaba a mi hija por el barrio ahí estaba, saludándome, diciéndome que se sentía mal o bien (si llovía decía que su asma aumentaba), advirtiéndome sobre el tiempo si hacía frío o calor para mi bebé, preguntándome si yo creía en Dios. Con el tiempo, y como en cualquier relación, también se fueron develando los defectos, de ambos lados. Mi esposo me contaba que cuando veía a Tico él le pedía para un café. Él le daba algo de dinero, pero dudaba si era para vicio. A mí, sin embargo, casi nunca me pidió: máximo dos veces y en otra ocasión lo invité a arepa donde la señora de la esquina. Muchas veces desaparecía del parque y a veces cuando lo veía ya no había almuerzo. Otras le preparaba algo rápidamente y se lo bajaba. En una ocasión le dimos para comer en el corrientazo de al lado, pero me dijo que no le caía bien la dueña, así que tuve que pedírselo para llevar. Tico tenía su temperamento. También fue el primero en darse cuenta que se vendía el apartamento donde vivíamos. Cada vez que me veía me preguntaba si ya se había vendido. Me gustaba hablar con él, pero cuando hablaba del tiempo, de lecturas, de su vida (me enteré que tenía un nieto, con el que lo vi un par de veces). Me di cuenta que tenía varios amigos en el barrio y que siempre estaba en una tienda, al lado de la señora de las arepas. Eso sí, siempre estaba pendiente de que mi niña no fuera desabrigada por la calle o que le diera el sol en la cara. Era un buen tipo. Y lo vamos a extrañar.

Lea aquí El señor de la cobija (parte II)

También, en medio de tantas caras cariñosas y conocidas que dejamos atrás, había otra que me llamaba la atención, pero con la que nunca me atreví a hablar. La primera vez que la vi desde el balcón de mi casa, no sabía si era un hombre o mujer, pero vi que estaba haciendo un ritual raro con un cigarrillo en el parque. Cuando descubrí, tras su figura alta, delgada y los pantalones anchos, que siempre usaba, que era mujer, pensé que era una especie de bruja, pues barría todo el parque metódicamente con las hojas más grandes de los árboles. Luego, me fui dando cuenta que era una protectora del parque. La que lo mantenía bonito. Cuidando a los nidos de pájaros de niños traviesos cuando querían tumbarlos y protegiendo la tierra. Le fui perdiendo el miedo. A veces pasaba por mi lado rápido en la calle. Nunca hablaba con nadie, aparecía y desaparecía de la nada, no alcancé a hablarle, pero sé que mirarla allí cuidando el parque me hacía sentir protegida. Alguna vez también logre ver sus ojos de cerca: eran profundos, extraños, a la vez lejanos y a la vez centrados, como si ella lograra ver una realidad que estaba ahí, cercana, tangible, invisible para nosotros, los otros.

Ella, como muchos tantos, nos recuerda que en cada esquina hay personajes entrañables, hermosos, curiosos, por los que vale la pena observar y quitarse el miedo al otro. Ahora a buscar nuevos aires en mi nuevo sitio, aquí en un lugar más caliente de la ciudad, a mirar otros ojos y otros personajes. Adiós Tico, espero verte pronto.

Bueno y aquí estoy recordándolos a todos. Recordando ese espacio, que como máximo otros dos en mi vida, llamé hogar. Esos árboles inmensos de Ocobos que me acompañaron ese año y ese olor a bosque y montaña que me llegaba desde el balcón.

@JuanaRestrepo87

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