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¡FANÁTICOS!

Bajo el telón 2020 con esta columna dedicada al oprobio que significa ser «fanático».

Ese otro “virus” que tanto daño le ha hecho a esta patria y a la humanidad entera desde tiempos inmemoriales: el fanatismo. En cualquiera de sus odiosas “cepas”, empezando por la religiosa, la politiquera y la futbolera.

Si en Colombia no hubiera tanto fanático, el país seguramente ya hubiera salido hace mucho de cuidados intensivos.

El fanatismo enceguece, limita, bloquea, envilece y pervierte. No está mal creer en algo y defender tal creencia, mientras no se renuncie a postulados esenciales inmersos en la virtud humana. Pero el fanático, regularmente, no solo se abstrae del respeto por quien no piensa igual, sino que se reduce y agazapa en su percepción cerrada (y errada, por lo general) regurgitando las más de las veces la sensatez, la sobriedad o la cordura de quien con ecuanimidad y desapasionamiento, objetivamente, evalúa o simplemente observa y admira, incluso, un fenómeno; social, musical, histórico, religioso, político o el que sea.

El fanático es un verdugo de las fórmulas que equilibran las relaciones humanas. Es un experto en decapitar no solamente la armonía, sino el respeto por algo tan elemental como lo es el gusto y la opinión ajena.

El fanático se convierte en ese lobanillo que crece y crece deformando cualquier asomo de… belleza. No solo termina siendo un obstáculo impenetrable sino un ente intratable, viciado hasta más no poder.

Días atrás, en diversas latitudes de nuestra variopinta geografía nacional, el fanatismo futbolero dio muestras de cuán patético y nocivo puede llegar a ser.

La más descarada e irracional muestra de irresponsabilidad en tiempos de pandemia fue la perturbadora celebración y el abominable efecto del exceso de licor de unos parásitos idólatras retrógrados de una bandera (solo por mencionar tres escenarios típicos de esta ruina humana), que se manifestaron con gran júbilo y exacerbación.

Bloqueando calles para dibujar un “pruriginoso” escudo, entre fastidiosa pólvora, trago, y un sin fin de transgresiones no solamente al Código de Policía, sino a los más elementales códigos de comportamiento social, los posesos hinchas ensuciaron la jornada navideña, encochinando su propia insignia y poniendo en riesgo la integridad y seguridad de miles ante la impotencia de la Policía Nacional y la ineptitud de rezagados mandatarios locales (empezando por los del Valle del Cauca), para quienes el orden público ha valido madre en tiempos de toque de queda y ley seca. Medidas pasadas por la faja por protervos fanáticos que esputan en la cara de una inicua (e inocua) autoridad no menos roñosa.

Y después se preguntan por qué la aversión que comúnmente siente uno por esa plaga y la antipática asociación ente fanático futbolero y hampa.

Pena ajena, empezando por la de quienes, fanáticos también, saben celebrar civilizadamente y miran con desdén y repulsión a sus copartidarios de equipo que celebran como bestias.

El fanatismo como una de las más letales pandemias inherente al hombre, seguramente es de aquellas que más secuelas y horripilantes escaras deja.

Y ni hablar del fanatismo religioso y sus mercaderes de fe, apóstoles de verdades enrevesadas y prefabricadas, voraces anarquistas del credo y pirañas nada famélicas del diezmo.

Empezando por su disfrazado espíritu, idólatras «sin Dios ni ley», que muchas veces malogran los textos sagrados de los que se autoproclaman voceros calificados, escarbando sin pudor alguno no solo el bolsillo del cliente sino la fatiga del incauto hasta verla supurar.

El fanatismo religioso es, de lejos, uno de los peores males del hombre. Y reitero, creer no es malo, defender la fe con razonables criterios y contar con argumentos sólidos puede incluso llegar a ser alentador; lo corrosivo es pretender introducir a la fuerza ese conocimiento en las sienes de los otros, taladrando y perforando carne, piel y sesos hasta desovar (a como dé lugar).

El fanático se cierra, se bloquea, no solo mentalmente sino espiritualmente.

El fanático no escucha y termina, más temprano que tarde, siendo aquél vórtice que jamás descansará hasta arrastrarse consigo todo cuanto se le atraviese. El mismo al que nadie quisiera acercarse. Asesinos de su propia benevolencia terminan aniquilando lo que sea por su creencia, la mayoría de las veces, infundada o incrustada a la fuerza por vulgares coleccionistas de almas.

Para concluir, imposible no hacerle la cuña al pérfido fanatismo politiquero, resaltando su protagonismo en el diario acontecer nacional. Mesías de la política con sus incansables y burdos fanáticos y plásticos áulicos, enlodan la alfombra de la democracia, ensuciando con sus asquerosas huellas la institucionalidad de una Colombia pringada hasta el tuétano de repulsivas vísceras y restos de fanatismo politiquero que de antaño tiene sumido en físico estiércol a esta país.

El sumidero en que se ha vuelto Colombia con tanta idolatría por falsos “dioses” del poder político criollo no tiene antecedentes ni presentación alguna.

El fanatismo politiquero es la venta al por mayor de almas al diablo jamás antes vista. Y en ello, claro está, tiende a confundirse con el fanatismo religioso, naturalmente. Pero no me voy a desgastar en este momento en establecer diferencias entre uno y otro vicio. Me limitaré a decir que los dos son tan mórbidos como execrables.

Creer hoy día, todavía, en ególatras, voraces y codiciosos politiqueros hasta el punto de estar dispuesto a tanto por ellos, denota cuán miserable y bajo es el nivel de conciencia y autoestima en esta nueva era. (.)

Fanáticos: necios sin autenticidad alguna, engordan como puercos, y engordan a puercos que son peores que los puercos pagando en moneda sin cuño.

Fanáticos…abscesos de un mal peor que el que buscan restañar con su vehemente e irracional concepto.

*

 

Feliz 2021.

(En especial para los fanáticos del covid que hicieron su agosto en el 2020 con tantas teorías conspirativas como fábulas que existen en este enfermo planeta)

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