Colombia vive hoy días muy complejos y de no menguarse las pasiones, serán la antesala de una nueva hecatombe, que por raro que parezca, tiene un guión escrito hace muchos años, aquellos que dieron como resultado el frente nacional que existió entre 1958 y 1974 y cuyas herencias aún perduran, menos evidentes que antes pero ahí están.
Es raro hablar de “hecatombe” cuando el pasado 27 de mayo salimos a votar sin noticias sobre tomas guerrilleras, quemas de votos, jurados de votación presionados por grupos guerrilleros o paramilitares, y eso, como dice mi amigo, el ingeniero Miguel Fernando Jaramillo, “es un paso adelante”, recordando el mensaje que nos dejó el Papa Francisco. Haber visto la foto de Timochenko votar en las urnas y no en un video desde la selva enviando mensajes en contra del “establecimiento”, es una imagen que debe entenderse en su dimensión a pesar de las críticas al proceso de paz y el “NO” en el plebiscito.
Aquí emergen ante nosotros solo dos opciones: ahondar en el odio y el resentimiento que lleva años enquistado en nuestras diferentes sociedades colombianas -mientras nos quejamos de la falta de carácter, ausencia de grandeza y corrupción de algunos políticos- o atrevernos a construir un futuro diferente, real y diametralmente opuesto al país del “deje así” que magistralmente nos explicó Andrés López en su “Pelota de Letras” (2004).
El problema de estas elecciones que se nos vienen es que se encasillaron en el “ellos y nosotros” (ellas y nosotros, ellas y nosotras, ellos y nosotras, para que nadie se sienta excluido/a) frase que quiebra cualquier posibilidad de cooperación y solidaridad en un grupo, como se demuestra desde el documental “la revolución del altruismo”. Ellos, los malos, nosotros los buenos, y del otro lado piensan igual. De seguir así, volverán años parecidos a la violencia de mitad del siglo XX, en donde amigos, vecinos y familiares se mataban salvajemente por el color de un trapo, rojo o azul, mientras que los gamonales de los partidos bebían wiski en el Gun club sin tocarse un pelo, como se puede ver en esta reseña de la casona del distinguido club (página 34)
El país necesita salir de sus muchas cavernas, recordando a Platón, para que logre entender por qué hay gente que tiene miedo de que gane uno u otro candidato. En efecto, si no fuimos víctimas de los paramilitares, los guerrilleros o cualquier otro grupo armado ilegal (o legal), difícilmente podremos comprender las razones del miedo y de paso, de los odios hacia determinadas posturas políticas del momento. Así mismo, si nos rodeamos de personas que piensan parecido a nosotros –algo acentuado gracias a los algoritmos de las redes sociales- nos quedará complicado comprender la existencia de gente que piensa diferente, y suele pasar que lo diferente resulta sospechoso y por ende, genera desconfianza.
El mensaje es sencillo, para evitar que volvamos a cocinar una violencia que parece quererse perpetuar en nuestro imaginario nacional, como el estado “normal” de la patria, hemos de responsabilizarnos por hacer de Colombia un lugar en convivencia pacífica desde nuestro metro cuadrado y mirar hacia adelante, nunca hacia atrás como evoca el hermoso himno de Santander.
Debemos empezar por reconocer que somos diferentes (a Dios gracias) y que todos debemos caber en el mismo territorio que llamamos Colombia. Quien tenga pareja, debe honrarla y no condenar las diferentes formas de expresar el amor entre seres humanos. Quien es jefe debe ser justo y respetuoso con sus colaboradores y quien es empleado debe ser ético y responsable en sus decisiones y en sus actos. Los padres debemos ser responsables con nuestros hijos y los hijos debemos honrar a nuestros padres; no son cosas imposibles, pero hacen la diferencia e incluso algunas de estas están recomendadas en varios libros antiguos, entre ellos el de mayor éxito en ventas, La Biblia. Sin querer evocar a Trump, es necesario que muchos de los excedentes que hoy salen de Colombia por cuenta de empresarios que pretenden bajar costos, vuelvan a ser invertidos aquí para generar más empleo, la competitividad suele ser un asunto antipático en esta globalización que se cierra para los que quieren que nos abramos.
El 18 de junio deberemos volver a nuestros oficios, y nos encontraremos con los que votaron por uno u otro (“ellos y nosotros”) y ahí es cuando nos tendremos que hacer esta pregunta ¿Qué vamos a hacer por el país a partir de ese día? Y agreguemos una pregunta más ¿Qué podemos estar haciendo desde ya para aprender a trabajar juntos? Para responderlas invito a leer sobre Ubuntu, y las propuestas que emergen desde la economía solidaria y el cooperativismo.
Ubuntu, para algunos es un lenguaje de programación del software libre Linux, para otros la regla sudafricana derivada de la lengua Zulú y Xhosa que explica en gran parte porqué un país con mucha desigualdad y dominado por una minoría blanca, hubiese pasado del racismo y el resentimiento de razas, a una sociedad que camina hacia la convivencia en medio de la aceptación y la transformación social.
Cuando entendemos que “tú eres porque yo soy” o “si todos ganan, ganas tú”, entre otras frases que encierran la filosofía Ubuntu, podremos comprender también máximas de la economía solidaria, como entender que la satisfacción de las necesidades de sus asociados es la mayor motivación de estas organizaciones y no la generación de utilidad económica, pues esta última es un medio, no un fin.
Hoy se nos convoca a comprender que una polarización exacerbada tiene el gran riesgo de llevarnos a nuevos conflictos armados, pues en este país donde sobran personas dispuestas a empuñar un fusil o una motosierra, sea quien que sea el que dirija la tropa, es propenso a la violencia. Hoy los ánimos y las pasiones de lado y lado se están caldeando y como no hemos querido, como sociedad, comprometernos con una reconciliación necesaria, el señor de la guerra nos sigue rondando, para hacer alegoría tanto a la película protagonizada por Nicholas Cage (2005) como a la protagonizada por Charlton Heston (1965).
Ánimo pues, que esto no es de ungidos por el destino, ni liderazgos mesiánicos, es de todos con todos. Esto es de una paz que se construye en nuestro metro cuadrado, de aprender de quienes han sido capaces de perdonar para liberarse, para avanzar en la reconciliación. Se trata de un liderazgo y una educación para un nuevo país, sin el “ellos y nosotros”, sino de todos con todos y para todos. Es posible, es realizable, solo requiere más y mejor educación, esfuerzo y valentía desde nuestro metro cuadrado.
Bogotá, D.C. Junio 1 de 2018
*Este escrito está inspirado en un mensaje del ingeniero Miguel Fernando Jaramillo, quien en un reciente chat de WhatsAap pudo inspirarme a pesar de los ánimos y las perspectivas que se escuchan en todas partes por estos días. Uso partes de ese chat en este escrito. A él mi agradecimiento.
Carlomagno era un hombre ambicioso, pero no solo en cuanto a tierra y poder. Tenía la ambición de construir una civilización. Sabía cuántos elementos esenciales de una sociedad bien ordenada se habían perdido con la caída de Roma y se dispuso a redescubrirlos y reconstruirlos. Pero no pensaba hacerlo solo: reunió en su corte a las mentes más brillantes del mundo conocido, incluyendo al monje y abad anglosajón Alcuino de York.
Carlomagno no era precisamente un demócrata liberal, sino un contexto de entendimiento compartido en el cual se puedan aislar y afrontar los desacuerdos. El carácter cambiante de la política tras la Guerra Fría, donde las viejas filiaciones basadas en clase e identidades tradicionales cedían ante un paisaje más incierto en el que los líderes políticos luchan por la definición y la diferenciación: el centro ha venido a ser tal definición y diferenciación. Esto podría parecer un voto a favor de la posición centrista o del mutuo acuerdo, pero no lo es. Las mejores ideas para crear políticas comienzan a menudo en los márgenes radicales y no en el cómodo centro, y hay ciertos temas en los que nunca se deben hacer concesiones. Una aproximación bastante justa a lo que mucha gente cree que se está desarrollando en nuestra política ahora mismo: la fuerza creciente de los partidos populistas de izquierda y populismos de extrema derecha en la América Latina continental que apuntan a un incomprensible eclipse de la sabiduría y el sentido común a favor de la ignorancia y el prejuicio. La exageración, la distorsión, el despliegue temerario de rumores carentes de base y teorías de la conspiración como si fueran hechos, hoy son elementos centrales no solo de los tuits matinales de los candidatos sino de su retórica formal como aspirantes al máximo cargo ciudadano, la presidencia de la República. Pero los tiempos de las palabras vacías han terminado. Ahora llega la hora de la acción. La retórica es para los demás. “Yo soy un hombre de acción”. Eso es lo que Marco Antonio dice a la mitad de su monólogo “Amigos y romanos, compatriotas”: “Orador no soy, cual Bruto, / sino, cual todos me conocen, franco, / hombre sencillo.” Es lo mismo que Silvio Berlusconi, otro empresario convertido, dijo alguna vez al pueblo italiano: “Si hay algo que no soporto es la retórica, lo único que me importa es lo que se necesita hacer.” Al margen de lo que pensemos de este estilo retórico, fue lo bastante eficaz como para ganar una elección presidencial. El filósofo Martin Heidegger definió la retórica como “el arte de escuchar”. Algunos estudios socio-antropológicos (una serie de conferencias sobre la “retórica y el arte de la persuasión pública” en el St. Peter College en 2012.) apuntan que un conjunto de fuerzas políticas, culturales y tecnológicas se habrían unido para causar una crisis en el lenguaje de la política, y en la relación entre políticos, medios y público. El resultado sería que el lenguaje político que oye el público en la actualidad se volvería más comprimido, instrumental y extremo, y que ganaba impacto retórico al precio del poder explicativo. Ya en el debate sobre el Obamacare en los EEUU Sara Palin utilizó el sintagma “comités de la muerte” [death panels] – palabras profundamente engañosas que alteraban los términos del debate –sobre Obamacare. Se trataba de una exageración enloquecida y de simples mentiras que se habían convertido en rutina de tal manera que la gente común luchaba por distinguir entre hechos y fantasías. La sabiduría del discurso público abierto y libre cedía el paso al comentario malintencionado. Y es que las sociedades democráticas no pueden funcionar sin un lenguaje público efectivo. Se desmoronan. Las sociedades se desmoronan en incomprensión y hostilidad mutua. Ya ha ocurrido antes y sigue ocurriendo.
Lo más preocupante sobre la controversia de las “noticias falsas” no es que algunas personas diseminen mentiras en internet para obtener beneficios sino que no parecen reconocer o aceptar la naturaleza objetiva de la realidad. Consideran que la distorsionada versión que tienen de la realidad es más creíble que la que uno obtiene mirando y viviendo la desesperanza junto a millones de compatriotas en nuestras barriadas populares. Pero no debemos engañarnos: en Colombia siempre se nos ha mentido: buscar los hechos y contar la verdad que, con todas sus fragilidades, no tiene parangón en el mundo, está ahora bajo un ataque fundamental: hacer trizas el recién nacido bebé de la paz.
Recordemos que la confusión pública –a quién se le debe creer y, en última instancia, qué es verdadero y qué es falso– favorece asimétricamente al mentiroso. No se necesita creer por completo en la desinformación para que esta dañe a la democracia. Tan solo se necesita que siembre las dudas suficientes, en las mentes de suficientes personas, sobre la fiabilidad de las fuentes de información genuina para que toda la cuestión de la verdad se convierta en un permisible objeto de debate. La desinformación busca igualar todo, perturbar y dividir. En el 2016 –año del plebiscito– hubo tanta desinformación en el debate sobre el Acuerdo de Paz de la Habana que la indignación por el resultado persiste al día de hoy. Esta estrategia se sintió como un medio usado irresponsablemente al calor de una campaña política, para alcanzar un fin: la presidencia del 2018. También para ésta la desinformación deliberada será un rasgo central de la campaña de la derecha colombiana.
Pero la historia nos enseña que lo que se puede aprender también se puede olvidar, y lo construido se puede destruir. En el caso de la guerra a lo largo de más de seis décadas, perdimos de vista ciertas verdades sobre la sociedad y la política que eran evidentes para un emperador que cortaba cabezas en la batalla y un monje itinerante, sentados ante el fuego, en las profundidades de la Edad Oscura. Ya no nos parece necesario enseñar a los jóvenes a comprender y formular argumentos, o desarrollar las facultades críticas necesarias para juzgar qué y a quién creer, o no creer, tanto en la política como en la vida. En oposición a esto está la tendencia a la construcción auténtica de una identidad y valores compartidos como comunidad, y el mejor candidato será el que entienda y exprese con mayor exactitud las necesidades emocionales, incluso espirituales, de su comunidad. En otras palabras, el ethos y el pathos lo son todo y ahora le toca al logos ser marginado.
Tampoco sabemos hacia dónde nos conducirá el odio de medio país contra los que piensan diferente. Saquen sus propias conclusiones.
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Guerra Justa y Paz Injusta = Infierno
Lo supo el Ariel del próspero Shakespeare: el infierno está aquí y los demonios están entre nosotros. El infierno son los otros, dijo Sartre, tan puro él. El infierno es uno mismo, dijo el Edward de Eliot bebiéndose un cocktail. Antes, Milton pensó que la mente individual puede hacer un cielo del infierno… o un infierno del cielo. Rimbaud fue más allá: “Me creo en el infierno, ergo, estoy en él.” Y Borges juzgó que “El hoy fugaz es tenue y es eterno; / otro Cielo no esperes, ni otro Infierno”. Y Auden vio en el fascismo el empeño para lograr que el infierno exista de veras… Un infierno magnífico y bien organizado, un “todo incluyente” del sufrimiento absoluto con cien opciones de tortura, jacuzzis llenos de cal viva, cloacas de sangre, cadenas y caca. Soldados, policías, guerrilleros y civiles lo experimentaron en carne propia. Los pobres de Colombia claman desde el infierno de su pobreza material que los gobernantes y el Estado paguen los costos de su propia involución social y política: la gran deuda social expresada en la falta de oportunidades, el hambre en los barrios marginales, la desprotección del ciudadano “de a pie” y del ciudadano “de a carro”, nuestros colegios y escuelas infestadas de drogas e inseguridad, jóvenes sin esperanzas, familias hacinadas sin una vivienda digna, etc., sin que al Estado ni al gobierno le importe esto: es la crisis moral y de valores jamás vivida en la que hemos caído desde hace rato; no tener qué comer se vuelve un infierno hasta para el cristiano más cristiano. Dicho infierno, para algunos en Colombia, es mejor tenerlo porque sirve de chantaje para seguir reproduciéndolo. Para la clase política mezquina es mejor tenerlo y convertirlo en una necesidad permanente, necesitarlo y no tenerlo puede ser riesgoso para sus mezquinos intereses. Pero es mejor tenerlo porque disuade a los demonios que usualmente “son los otros”.
Guillermo Sheridan (Letras Libres, mayo 2, 2018) dice: “ El infierno es una prisión oscura y hedionda, un recinto de demonios y almas perdidas, lleno de fuego y humo. La estrechez de esta prisión fue diseñada para castigar a quienes no obedecen… Los prisioneros son tantos que están amontonados unos sobre otros entre unos muros que tienen miles de millas de anchura. Están tan amontonados que ni siquiera pueden quitarse del ojo al gusano que los horada… Es oscuro porque, recuerden, el fuego del infierno no da luz… El hedor es terrible. Todo el hedor del mundo, hedor de vísceras y podredumbre, se acumula en ese drenaje de peste innombrable. Los cuerpos de los condenados exhalan un olor tan pestilente que, como dice san Buenaventura, uno solo bastaría para infectar al mundo entero. Imaginen un cadáver pútrido y descompuesto en la tumba, una masa de descomposición gelatinosa. Ahora imagínenlo entre las llamas que lo incineran con azufre vivo, lanzando nubes abominables (es mejor no quemarlos, contaminan demasiado nuestra madre Tierra). Y luego imaginen esa peste multiplicada por un millón y luego por un millón más que sale de millones de fétidos cadáveres amontonados en la oscuridad. Si imaginan esto, tendrán una idea leve del infierno. Y eso no es lo peor: lo peor es el fuego. Pongan un dedo en su llama y sentirán el dolor de la quemadura… Pero ese es fuego bueno, creado por Dios para beneficio del hombre. El del infierno es otro, creado para torturar al pecador sin arrepentimiento de las mentiras y fechorías cometidas. El fuego de la tierra se consume combustible. Pero la candela sulfurosa del infierno ha sido diseñada para arder para siempre con eterna furia. Y ahí los condenados se torturan unos a otros, se aúllan y gritan unos a otros, lo que multiplica la furia y el hedor y la violencia y el tormento de todos, en compañía de los demonios… Pero al final preferimos a la Virgen, que todo lo arregla…” En conclusión, diremos que quien quiera entrar a este infierno que renuncie a toda esperanza; allí no hay esperanza, hay que renunciar a ella para poder vivir este infierno.
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