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Cansados de tener que hacer filas, de más de 24 horas, para comprar alimentos; de la represión por parte de las fuerzas policiales; de que sea el mismo Gobierno, encargado de velar por sus derechos fundamentales, el mismo que se los vulnera, muchos venezolanos han decidido dejar el país que los vio crecer y empezar de nuevo en países fronterizos, como Colombia.

Karen es una venezolana de 24 años de edad. Hace un año, se graduó como comunicadora social, en su país natal, Venezuela, pero no ha recibido su diploma por falta de papel. Ahora, trabaja en un salón de belleza en Bogotá. Hace arreglos de uñas.

Lleva un mes en Colombia; no es ilegal. Decidió buscar asilo en el país vecino, pues, cuenta, la situación en Venezuela era insostenible. 

Ella creció en una familia de clase media. Su madre sostuvo a sus 15 hijos, a punta de trabajo arduo. Sin embargo, con el revolcón político y la posesión de Nicolás Maduro como presidente, las cosas empeoraron.

La escasez de alimentos era evidente. En los supermercados, autorizados por el Gobierno, había muy pocos productos y la demanda aumentaba. Cosas básicas de la canasta familiar, como la leche, se agotaron. Así mismo sucedió con los medicamentos; las farmacias no tenían qué vender.

Ante la crisis, surgieron revendedores que compraban dichos productos y los vendían al doble, al triple de lo que en realidad costaban. “Todo mi sueldo se iba en eso”, me cuenta.

Quienes no tenían la posibilidad o, simplemente, se negaban a ser cómplices de esta trampa, debían, sí o sí, hacer filas para comprar. Dice Karen que, en una ocasión, le tocó esperar durante dos días. Mas esto no fue lo peor: cuando llegó, lo que necesitaba comprar estaba agotado. La desesperación del pueblo era evidente.

Mientras los venezolanos no tenían qué comer; Maduro negaba la situación ante la comunidad internacional, incluso ante su pueblo. Quienes se atrevían a protestar, se sometían al abuso de poder de la guardia venezolana.

Karen comía una vez al día. Llegó a pesar menos de 45 kilogramos. Y así, trabajaba y estudiaba. No tenía opciones.

A la vez, su amiga, quien prefirió no revelarme su nombre, temía por su integridad. Ella, hija de una familia adinerada, se tuvo que enfrentar a perderlo todo. Su padre, dueño de un restaurante, no pudo hacer nada para que el Gobierno no le expropiara su negocio. Con los ojos encharcados, esta venezolana, de 19 años de edad, cuenta que ante la negativa de su padre por ceder el local al Gobierno, este le puso una multa de cerca de 24 mil bolívares. Suma que no estaba en capacidad de pagar. Se quedaron sin nada.

A ella, a quien le pondremos María, dice, no le valió para nada finalizar sus estudios de secundaria a los 15 años; pues dejó abandonadas dos carreras.

Una vez, afirma, en la universidad en donde estudiaba, se metió la guardia venezolana. Empezaron a arrojar gases lacrimógenos a los estudiantes. Con las mujeres era peor. Me cuenta que a las que agarraban, las pateaban en el suelo, mientras les lanzaban toda clase de improperios. Las ultrajaban, las agredían física y verbalmente; había otros que intentaban abusar de ellas.

Atónita y presa del pánico, María saltó de un muro de más de dos metros de altura. Se fracturó un hueso de la pierna.Decidió que no podía seguir más en ese país.

Ahora, Karen y María trabajan juntas en el salón de belleza. A Karen le gusta arreglar uñas y aprender todo los días. Con su pareja, encontraron a un ángel en la tierra: un colombiano que los ha ayudado desinteresadamente; les ha brindado comida y posada, sin cobrarles un solo peso.

A María, por el contrario, le cuesta aún hablar del tema. Le gustaría ser periodista, pues fue la carrera que se vio obligada a abandonar; pero prefiere su tranquilidad.

Ella, quien, alguna vez lo tuvo todo; ha tenido que dormir en el piso, realizar oficios que jamás pensó hacer y madurar, a la fuerza.

Cuando hablan de su país, a ambas se les corta la voz. Les duele lo que está sucediendo, mientras la comunidad internacional permanece silenciosa ante la vulneración de los derechos fundamentales de los ciudadanos.

No quieren volver, pero aún aman a su patria. Dicen que sí, les ha tocado duro en Colombia. Hay quienes las ven como una amenaza en el campo laboral; como otros quienes las han acogido como si fueran colombianas. De cualquier manera, están agradecidas.

Esperan regresar a Venezuela algún día, cuando el régimen dictatorial finalice, que sea derrocado por la oposición. Como si la pesadilla que vivieron en carne propia se terminara tan solo con abrir los ojos.

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