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Por A. Moñino

Bus-Victoria

Nairo Quintana gana el Giro de Italia y Rigoberto Urán queda de segundo, James Rodríguez es el goleador en Brasil 2014 y el Real Madrid lo compra por una cifra exorbitante, el Manchester United contrata a Falcao, Mariana Pajón vuelve a ser campeona mundial, Orlando Duque también, Caterine Ibargüen lo mismo y, por si fuera poco, Yuri Alvear también, y así podríamos seguir haciendo un largo listado del momento excepcional que viven los deportistas colombianos.

Nos llenamos pues de orgullo patrio por estos jóvenes que hacen que el mundo reconozca a Colombia como un país de campeones, no sólo en tráfico de coca o minas antipersona. Entonces nos conmovemos casi hasta las lágrimas viendo a Nairo bambolear la cicla escalando las montañas de Europa o nos encandila la sonrisa gigante de Caterine Ibargüen cuando gana y hasta sonreímos también; luego nos volvemos expertos instantáneos en cada disciplina o fugaces fanáticos del Real Madrid, pues en esta tierra sufrida cualquier alegría es bienvenida.

Así fue como nos pusimos felices en su momento cuando Juan Pablo Montoya ganaba en la Fórmula 1 y hablaba menos con la prensa, porque ahora que no sube al podio y ante los micrófonos dice cosas antipáticas pero ciertas, si viviera acá ya lo habrían quemado vivo, junto con todos los disfraces de Halloween que en la época se vendieron en su honor. O como cuando Edgar Rentería ganó la Serie mundial, que todos nos volvimos expertos en béisbol, aunque ahora los bates sólo se usen para romper cabezas y, aunque no lo puedo afirmar con certeza, seguramente las ligas de béisbol deban usar tablas de cama como bates por falta de apoyo.

Es entonces cuando me pregunto si el país está a la altura de sus ídolos en el deporte, si ellos son la representación de los colombianos o si son más bien unos casos excepcionales dentro de 47 millones que habitamos esta comarca. Se me ocurre que podríamos empezar con preguntarle al presidente si ha cumplido con las promesas que les ha hecho a los deportistas ganadores y, si lo ha hecho, pues no es gran cosa: cumplir la palabra es lo mínimo que le corresponde. Pero también valdría la pena ver si a partir de estos triunfos se ha involucrado al deporte como política estatal y, ya con pruebas reales de que acá hay gente con talento no sólo para robar, ver si se han impulsado deportistas, no sólo repartiendo casas y carros a los que ganan sino tratando de que haya más ganadores en potencia, lo que implica inversión en las regiones.

Pero si los políticos, que al fin y al cabo son escogidos por los mismos celebretas deportivos de turno, no deberían irse montando tan ‘olímpicamente’ al bus de la victoria, no sé si nosotros hayamos comprado el tiquete para esa chiva rumbera del triunfo. Más bien, tomando el ejemplo de los verdaderos campeones, sería más provechoso ser cautos y prudentes como Nairo y no tan desaforados en pasiones fugaces, o ser tan sonrientes como Caterine y dejar de matarnos por el fútbol, ser trabajadores silenciosos como Yuri Alvear y no querer ganarlo todo con la ley del más “vivo”, pararnos de las caídas como Mariana Pajón y no buscar la comodidad del dinero fácil o, así como Rigoberto Urán quien perdió a su papá de forma violenta, dejemos de cultivar odios y violencia y, por ejemplo, dejemos de amenazar de muerte al que lesionó a Falcao o al árbitro que pitó mal en Brasil, etc., etc., etc.

Si el bus de la victoria va lleno, así como va lleno un Transmilenio en hora pico, cómo sería de bueno que si ya nos tocó ir un poco asfixiados por lo menos no nos toqueteemos, no nos robemos y no nos matemos, más bien tratemos de ser más como los deportistas ganadores y menos como lo que casi siempre somos.

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