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Si alguien me hubiera dicho hace algunos años que, en un domingo cualquiera de 2016 como el que acabó de pasar, iba a poder empalagar mi impaciente afición ciclística con victorias de pedalistas colombianos en dos grandes competencias europeas –Nairo Quintana en la Route du Sud y Miguel Ángel López en el Tour de Suisse–, seguro lo hubiera tildado de incauto o poco serio. ¡Pero cómo cambian las cosas en esto del deporte! Y particularmente en la disciplina más exigente que se practica actualmente: el ciclismo de carretera.

Hasta hace no mucho, el ciclismo colombiano y sus escarabajos eran vistos como el pálido reflejo de aquello que alguna vez fue. Épicas victorias, como las alcanzadas por la generación de los bisoños Herrera y Parra en la década de 1980 –etapas, camisetas de montaña e incluso podios en las grandes vueltas–, se rememoraban como puro y duro realismo mágico: claro que sucedieron, pero bajo un contexto inexplicable y exótico. Igualmente, de honorabilísimas carreras como la Vuelta a Colombia, el Clásico RCN, o el mundial de ciclismo de Duitama en 1995, que habían logrado movilizar al pelotón internacional desde el viejo continente hasta las cubres andinas, no quedaban sino tristes competencias que hacían un mal remedo de aquellas titánicas batallas de las que los europeos salieron casi siempre vencidos por los nuestros. Pura nostalgia o saudade, como dicen los lusoparlantes.

Para el año 1996, equipos emblemáticos como Café de Colombia y Manzana Postobón habían cesado actividades debido a crisis económicas o cambios de interés estratégico de los patrocinadores, baches en materia de renovación generacional y resultados, y valga decirlo, por la pérdida de interés en el ciclismo de parte de los medios masivos de comunicación, que alguna vez llegaron a enviar decenas de periodistas para cubrir la temporada europea. El boom del fútbol desplazó al ciclismo de los noticieros y la cultura alrededor de la competencia ciclística se perdió, de modo que sólo unos pocos excéntricos –como quien esto escribe– se dedicaron a seguir las muy eventuales transmisiones radiales o rarísimas publicaciones especializadas.

Muchas hipótesis se han tratado de esgrimir para explicar el bajonazo que experimentó, de forma casi súbita, el ciclismo colombiano; el decaimiento de la cantera nacional debido a la falta de apoyo institucional y de la empresa privada, la consolidación del doping en Europa y el consecuente desbalance de oportunidades para que los escarabajos brillaran, y hasta la imposición de conjuros o maldiciones. Lo cierto es que, durante un buen tiempo –alrededor de 15 años– el ciclismo colombiano entró en un lánguido período de hibernación, sin perjuicio de destacadas –y aisladas– actuaciones de ciclistas como Álvaro Mejía, Oliverio Rincón, Chepe González, Hernán Buenahora, y Mauricio Soler, entre otros. De vez en cuando, una etapita ganada que calentaba el corazón en medio de tan pocos motivos para pensar que podríamos volver a ser lo que éramos. Y no es que antes hubiéramos sido los mejores, pero tampoco era concebible que quedáramos tan rezagados por el simple paso del tiempo.

Por fortuna, a partir de 2006 las cosas empezaron a cambiar en materia de prospectos y equipos. Desde distintos lugares del país empezaron a emerger jóvenes ciclistas que, en medio de las enormes dificultades que imponía un país pobre, desigual, y en guerra como Colombia, decidieron hacer del ciclismo su modo de vida y, por ende, se embarcaron en procesos de formación que tarde o temprano darían frutos. Rigoberto Urán decidió cruzar el atlántico, luego del vil asesinato de su padre, para hacerse ciclista en Italia sin perder su calidez y malicia paisa. Carlos Betancur y Julián Arredondo, también antioqueños, le seguirían el paso y la prisa por ser los mejores. Otros, como Nairo Quintana, Sergio Luis Henao, Darwin Atapuma, Járlinson Pantano y Esteban Cháves, le apostaron a la escuela del profe Luis Fernando Saldarriaga y su Colombia es Pasión.

Éste último personaje es, en buena medida, el responsable de haber arropado a esta camada de niños con genética privilegiada, gracias a vivir en la altitud de las dulces montañas andinas que con su poco oxígeno les hicieron desarrollar organismos prodigiosos en el arte del sufrimiento sobre el caballito de acero. Saldarriaga y compañía (Ríos, Vélez, Leguízamo, etc.) les transmitieron ética deportiva, técnica, mentalidad, espíritu y preparación física con tecnología de punta. Pero, sobre todo, les ayudaron a internalizar en su escala de valores la importancia de competir honestamente, en contraste con las oscuras fuerzas del doping que se habían tomado el ciclismo durante mucho tiempo, y que tenían tan tristes exponentes como Armstrong o Pantani.

Y los triunfos no tardaron en llegar. El 23 de junio de 2007 un jovencito desconocido arranca como cabra loca en los últimos metros de la etapa 7 del Tour de Suisse y se alza con la victoria. Le dicen Rigo y tiene 20 años. Al año siguiente, Fabio Duarte se corona campeón mundial juvenil en Varese, venciendo en franca lid a los temidos europeos. Y el golpe certero se da en 2010, cuando un tal Nairo Quintana vence con holgura en el Tour de L’avenir, nada menos que la carrera más importante para jóvenes en el mundo y una especie de pequeño Tour de France. A partir de este momento, los frutos de este proceso no pararían de emerger de forma espontánea. Seríamos testigos de victorias en clásicas, carreras de una semana, embalajes y, como no recordarlo, competencias de tres semanas como el Giro d’Italia 2014, en el cuál don Nairo se confirmó como superestrella del ciclismo.

Actualmente tenemos corredores tan versátiles como Fernando Gaviria, que se avizora como el nuevo rey de los embalajes y –probablemente– las clásicas de pavé. Hace unos años impensable y hasta risible por el sólo hecho de sugerirlo. De otro lado, corredores como Carlos Betancur que, si logran entender el potencial que tienen y terminan de disciplinarse, podrían volverse ganadores caníbales al estilo Merckx. E incluso, corredores buenos en todos los terrenos y con pinta de múltiples campeones como el jovencito Egan Bernal.

Sin temor a exagerar, podemos decir que hoy en día Colombia es potencia ciclística mundial. Las cifras hablan por sí solas. Hoy, 20 de junio de 2016, Colombia es segunda en el escalafón UCI World Tour de naciones, sólo superada por la España de Contador, Valverde, Purito Rodríguez y compañía. A nivel individual, esto se traduce en que tenemos 8 ciclistas en el top 100 de dicho escalafón, lo que garantiza que nuestro país tenga asegurado el cupo máximo de ciclistas para la prueba de ruta de los próximos juegos olímpicos y que, en términos generales, seamos una nación respetada –y temida– dentro del pelotón internacional.

En menos de dos semanas arrancará el Tour de France, y nuestro Nairo Quintana parte muy maduro, y listo para ganarse su primera grand bouclé. Un poco más tarde, en agosto, nuestra selección nacional –un verdadero dream team o grupo de galácticos sobre la bicicleta– irá por la medalla de oro en Río de Janeiro, que ya se le escapó a Urán en Londres 2012. Estaremos atentos a todo lo que suceda a través de esta columna, que pretende ser un espacio para admirar y reconocer esta maravillosa época que vive el ciclismo colombiano.

P.D: esta columna se la dedico a mi papá, quien me enseñó a querer este deporte a punta de levantadas a oír las transmisiones de radio en las que se narraban las hazañas de los nuestros. ¡Haga el cambio!

Twitter: Desmarcado1982.

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