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Solo quedan dos semanas para mi cumpleaños número veintiocho y eso tiene muchas connotaciones. En primer lugar, me acerco vertiginosamente al importante suceso de alcanzar el tercer piso y en segundo lugar, tengo derecho a comportarme como la más veintiochuda durante trescientos sesenta y cinco días sin que nadie se oponga. Mi mamá dice que seguiré siendo su niña. Mis compañeras de la oficina dicen que no me queje porque ellas ya pasaron los treinta. Mi familia me pide que no cometa sus errores. Y los demás… bueno, los demás me preguntan si pienso quedarme soltera y sin hijos porque ¡Ya es hora!

Para algunos amigos la idea de un prolongado estado veintiochudo es sencillamente escabrosa. Si bien así no más soy complicada y un poquito nefasta, no quieren imaginar qué viene con este cambio de ciclo. Créanme, hay argumentos que sustentan esta afirmación, entre ellos el más importante: nunca he sido una persona del todo convencional. ¿Pero a quién le gusta la normalidad?, ¿porqué se acostumbran a vivir así? A mi edad, la mayoría de mis amigas y familiares tenían esposo e hijos; dos, tres y hasta cuatro contenedores de mocos, quejas y reclamos con un notorio déficit de atención y la convicción de ser los amos y señores de cualquier situación, por sencilla que parezca, sustentada básicamente en el hecho de haber sido concebidos y traídos al mundo sin que les pidieran su opinión. Lo curioso del cuento es que a mí me encantan los niños. Me encanta la maternidad y todo ese halo de misterio y magia que la envuelven, aún cuando no la he vivido. Sin embargo, tanta responsabilidad y compromiso me producen pavor.

Con la gran cantidad de sucesos, eventualidades y afanes que trae el día a día, entre el trabajo, la casa, la familia, la ausencia y/o presencia de romance, los kilos de más, las amigas que triunfan más, las que triunfan menos, las abdominales que más bien deberían llamarse abominables, las tarjetas de crédito clonadas, la ropa de los almacenes con sus tallas cada día más risibles (donde la talla diez es el nuevo seis), la guerra profesional con el sexo masculino, la liberación sexual, los tacones, el maquillaje, las comedias románticas arruinando estándares y promedios, con todo, todo, todo eso, yo me pregunto si es realmente necesario agregarle el componente maternal que parece tan complicado. No dudo que los hijos sean una bendición y algo maravilloso porque ninguna de mis conocidas/amigas/familiares, sin importar las circunstancias, se ven arrepentidas o reniegan de tener a sus retoños y de hecho parecen conformes con la vida que construyeron alrededor de ellos, con o sin el donante/padre/esposo que les colaboró con la causa. Pero cuando algunas tienen esos momentos de lucidez donde les brillan los ojos y divagan un poco en el pasado, se les escapa ese pequeño suspiro que cobija el anhelo de haber tenido un poquito más de tiempo para hacer algo más, algo diferente antes de convertirse en el motor de la vida de otras personas. Y es justo esa añoranza en sus ojos la que me devuelve un paso atrás y hace que entienda porqué la vida no funciona como una telenovela, pues si de confesar gustos extravagantes y fetiches se trata, yo podría decir que el mío es ver telenovelas. Pero no las normales, no las de mi país que tan buena fama tienen en el mundo por su calidad y sus diálogos ligeros. No. ¡A mí lo que me gusta es el culebrón mexicano! Ese del cliché súper marcado, inverosímil a morir, que está lleno de lugares comunes, escenas predecibles, personajes burlescos y sin sentido. El que se nutre de malditas lisiadas, soliloquios shakesperianos que se camuflan con ruegos de una hora a la Virgen de Guadalupe y en el que se pasan doscientos capítulos esperando que un amor sea haga realidad, que los malos mueran en accidentes ridículamente elaborados y que en los dos últimos episodios se acaben milagrosamente las intrigas. Sí, ese mero.

Sé que parece trivial, pero para mí los canales con franjas amplias de telenovelas son algo así como un vicio. Y no les voy a mentir diciendo que me avergüenzo. El otro día hablaba con un amigo y mientras él me botaba un rollazo épico sobre comunicaciones, tecnología, sociedad de consumo y la era de la información, yo me rebanaba los sesos imaginando cómo sería el agarrón de los protagonistas de la telenovela en turno en el capítulo de esa noche. Me sentí frívola y un poquito ignorante, es verdad, pero era más grande la emoción en el estómago al saber que a eso de las diez de la noche estaría frente al PC comiéndome las uñas mientras robo señal en vivo por internet. Eso no significa que no me importara todo lo que él decía, de hecho era una conversación tan valiosa y elocuente que lo hacía ver fachosamente atractivo y me encantan los hombres que hablan con propiedad sobre algo, lo que sea, que se nota que no están haciendo alarde, ¿no les parece irresistible? Pero para mi propia sorpresa, hay algo más irresistible y es ver a uno de estos galancetes latinos de abdomen perfecto y barba descuidada renegar a todo grito por una traición, con los ojos anegados y un monólogo sorprendente que sería imposible en la vida real, o ver una villana inescrupulosa y más inteligente que los demás destrozando vidas a diestra y siniestra o simplemente ver una heroína abnegada y bipolar que un día quiere y al otro día odia con la misma intensidad porque la vida la va llevando por un montón de escenarios donde o es bueno o es malo amar al pobre, al rico, al feo, al bonito, al convicto, al peón de la hacienda recién convertido en gran señor y así.

Entonces, de unos días para acá me ha dado por comparar las situaciones que impactan mi visión del mundo y lo que pasa en una telenovela y he llegado a la conclusión de que la vida es justo eso que pasa después de la escena con la palabra FIN y la suposición del “felices para siempre”. Es justo por eso que las dejan hasta ahí. Si ya es difícil lidiar con la realidad, ¿se imaginan lidiando con la irrealidad que fluye de la imaginación de un libretista? Por eso dejan todo por la paz, con una bonita boda o un apasionado beso y que el resto lo vayamos construyendo o nos quedemos con la duda. No obstante, con mi ojo crítico de televidente inquieto y desocupado, he entendido que ese después es el que le preocupa a mi familia y preocupa a mis conocidas, ese después es el que incluye aquellos terremotos adorables que crecen al interior de cada humana valiente que se anima a darles la bienvenida; ese después incluye también al galancete de abdomen perfecto convirtiéndose en una caricatura de sí mismo cuando desaparece el sixpack y aparece el veterano promedio que deja pelos en el jabón y arregla la tubería por su cuenta para no pagar el plomero. Ese después es la vida real, de la que he huido tantas veces, pero que supongo ahora tendré que empezar a construir, sin afanes, a mi ritmo, con mis propios estándares alejados de la ficción que supone el amor perfecto, sin altibajos ni tropiezos y con un personaje que supera cualquier expectativa. ¿Saben? Ese después es chévere y creo que para mí está bien, porque al final, ese después es solo el comienzo.

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Blog Personal: Desvariando para variar…

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