Miré mis manos y sentí una ligera vergüenza. Ya no me quedaban uñas para comer. Eran las seis y cuarenta de la tarde y el rojo titilante de ese inerte reloj de aeropuerto me contaba los minutos como si fueran gotitas de ansiedad en la mitad del ombligo. Después de pasar tantos meses mordiéndome los labios ante la visión del reencuentro, aferrada a la necesidad de concluir nuestros capítulos y cerrar nuestros ciclos, entendí que la expectativa no le hizo justicia.
Era un plan perfecto, como ningún otro. Todo parecía medido, previsto, proporcionado por la providencia: tiempos, lugares, personas… todo. El universo conspiró para que yo estuviera por fin en el lugar indicado esperando ver uno de los más elocuentes objetos de mis afectos arribar desde muy lejos como si hubiéramos encontrado al fin un punto medio después de cruzar un continente y dos océanos, y aun así, faltando unos tres o cuatro minutos para el inminente momento, olvidé todo lo que había fantaseado y empecé a correr en círculos buscando una bolsa de papel que me impidiera hiperventilar. Todo esto en mi cabeza, por supuesto; no me imagino cómo podría manejar la seguridad gringa el hecho de ver una latina corriendo y jadeando sin razón aparente. Seguramente acabaría en un cuartito de dos por dos respondiendo preguntas inapropiadas y tratando de explicar en mi inglés de Celia Cruz que todo era resultado de una emoción desbordada que me reventaba las entrañas. Me contuve.
Había pasado las últimas dos semanas pensando en ello y sentenciando que no ocurriría porque así somos los seres humanos: siempre sentados en el peor escenario, en el nefasto, en ese donde no hay esperanza, ni salida ni aire para respirar. Dos semanas de mi vida imaginando lo triste que sería ese momento en el que se diluyera la posibilidad, se quebraran las promesas y por fin le diera la razón a quienes me rodearon con un insondable «te lo dije» atravesándome verticalmente desde la corona hasta la punta de los pies. Se me rompería el corazón inevitablemente y estaba lista para afrontarlo con un playlist deprimente y lastimero y con un par de botellas de tequila vistas por ahí en algún armario de alguna casa de algún personaje a quien finalmente le prestaría atención y me dejaría llevar víctima de un despecho preconcebido.
«¿Siempre eres tan dramática?», preguntó divertido mientras le narraba con palabras más sencillas el preámbulo a nuestro encuentro y él jugueteaba con mi enredado cabello como si no hubiera una cosa más emocionante en el mundo. Como me pasa siempre que me dirijo a alguien que me derrite las ansias ―como el día que Alejandro Sanz me preguntó «¿por qué no te vi anoche a la salida del hotel (con el resto de las fans)?» en plena prueba de sonido previa al concierto de cierre de la Feria de Manizales―, así mismo se me congelaron las palabras correctas y balbuceé dos o tres excusas tontas e ininteligibles para parecer casual y desinteresada. Minutos antes se había puesto de pie frente a mí y yo, sin moverme de la silla, lo había saludado con un ademán desenfadado como si no me importara su presencia ni los kilómetros recorridos en esa maratónica lucha por romper con todos los estereotipos, miedos, frustraciones y prejuicios. Seguí viendo mi celular como si nada estuviera pasando y luego me lancé en uno de esos abrazos largos que nos atraviesan el alma y no queremos que terminen nunca. Sí, uno de esos le di.
Fue ahí cuando comprendí que el recuerdo jamás le hizo justicia. Se me había olvidado la sonrisa franca y la forma en que arruga la nariz cuando algo le suena raro. Y dio conmigo, que de rarezas me pinto sola. No recordaba lo mucho que le perturba mi personalidad artística y mis ganas de contarle al mundo la vida a través de mis letras, pero también había olvidado la fantástica sensación de enredar sus dedos con los míos y deleitarme ante la imponencia de los casi ciento noventa centímetros de su bonita humanidad. Mientras se divertía indicando que me veía aún más pequeña de lo que recordaba, me di cuenta que estaba ante la presencia de un extraño.
Él no era el hombre que yo conocía, del que me enamoré locamente un tiempo atrás. Era otro: distinto, indescifrable, pragmático. Tantos meses con sus días le cambiaron la expresión: más maduro, más consciente, lleno de anécdotas e historias curiosas sobre carreteras en países lejanos y sobre la miel de maple ―que al final resultó ser jarabe de arce porque maple es arce en inglés y todos acabaron confundidos tratando de traducir lo intraducible―. Yo absorbía como una esponja sus palabras y sus notas al pie esperando disimular apropiadamente la combustión espontánea que amenazaba con borrarme del mapa en ese momento, y no caer en el patético juego de las hormonas esperanzadas en desbocarse de repente y suplicarle a la providencia que ese tiempo durara para siempre por el miedo que me generaba el fatídico día después.
Todos en este mundo tenemos derecho a un gran amor de la vida, por lo menos uno. Y si bien es cierto que pasamos demasiado tiempo tratando encontrar a la persona adecuada, ese esfuerzo es inútil si no vemos que tras la idealización y la manía crónica de llenar una ficha técnica se esconden toneladas de temor al fracaso y a exponer los sentimientos. Pero al final es como cerrar los ojos y lanzarse al vacío, sin darle tanta razón a la razón y sin analizar las consecuencias con un microscopio. Huimos de las probabilidades porque dudamos siempre de lo que merecemos y de lo que somos capaces de adjudicarnos porque la felicidad se ha hecho esquiva y la vida nos ha cubierto de cicatrices, desconfianza y personas que acaban desvirtuando nuestra utópica visión del amor.
El hombre del que me enamoré hace tiempo era un hombre de arena, un erudito con el corazón de teflón. El extraño que conocí hace unos días en aquel aeropuerto, por el contrario, puso su corazón en mis manos y le prometí cuidarlo mientras tuviéramos tiempo y mientras pudiéramos seguir midiendo la distancia en latidos y no en kilómetros. El sonido de su voz vibró en mi interior, me perdí en esos ojos verdetriste y por primera vez en mucho tiempo la palabra feliz fue mi respuesta genérica para todo aquel que preguntara cómo estaba o cómo me sentía. En un aeropuerto lleno de extraños nació este desvarío.
Me volví a enamorar. Por quincuagésima segunda vez. Y del mismo.
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