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Si yo tuviera que elegir una canción para hablar de mi mamá, sería la que le da título a este desvarío. Siempre que la escucho me devuelve a esas fiestas de la adolescencia cuando se casaron todas mis primas y no respetaban popurrí de Los Melódicos, El Hijo de Tuta y por supuesto… Celia. Cuando sonaba, mi mamá se moría de la emoción. Me parece estar viéndola, esperando con ansias para salirle al ruedo a alguien con cualquier apunte gracioso y conseguir un parejo que la invitara a bailar, sin importar los diez o doce centímetros que tuvieran sus tacones. Cerraba los ojos y se transportaba a algún lugar de su memoria para cantar a grito herido: “No hay que llorar, que la vida es un carnaval y las penas se van cantando…”.

Celia Cruz era experta en cantarle al amor y a la fiesta. Celebraba la vida en cada canción y lo transmitía tan bien, que uno llegaba a pensar que siempre estaba feliz. Hasta que hablaba de Cuba y de la Revolución, de no haber podido nunca regresar y del miedo que sentía de morir sin haber visto su tierra querida una vez más. Murió el 16 de julio de 2003 después de batallar arduamente contra un cáncer en el cerebro que la fue consumiendo y sin haber puesto un pie en Cuba después de su exilio.

Como era de esperarse, los días posteriores a su muerte estuvieron llenos de homenajes, noticias, programas recopilatorios y repeticiones de diversas entrevistas. Entre esas, una que me causó curiosidad porque le preguntaban por temas políticos y ella daba respuestas jocosas en las que podía identificarse como opositora del sistema. Pero hubo algo que me impactó, uno de los dolores más grandes que la acompañó toda su vida: su madre falleció varios años atrás y no pudo acompañarla en esos últimos momentos ni asistir a su funeral y era devastador saber que tal vez nunca tendría oportunidad de visitar por lo menos su tumba.

Cada vez que escucho La Vida es un Carnaval, recuerdo a mi mamá, y recuerdo ese episodio de la vida de la guarachera y me pregunto qué tanta valentía requiere una persona para lidiar con la muerte de un ser querido en el exilio, sabiendo que se perdió los últimos días que pasó con vida, que nunca podrá averiguar si en sus manos tenía alguna posibilidad de ayudar o que no estuvo ahí para darle el último adiós o un beso de despedida. Debe ser algo muy doloroso, pensé siempre. Ahora lo entiendo.

Mis orígenes en la escritura no se remontan a mis épocas de estudios literarios, porque no los tengo, ni tampoco a una infancia rodeada de pilas de libros, ni a que haya pasado días enteros devorando a Cortázar o a Saramago. No. En realidad se remontan a las tardes de mi niñez en las que no existía la televisión por cable como la conocemos ahora, sino un sinfín de canales peruanos presentando cinco horas seguidas de culebrones mexicanos que terminaban cuando podíamos cambiar el canal y volver a los nacionales que tenían dos eventos importantes cada noche: la novela de las ocho y la novela de las diez.

Y esa fue mi rutina durante varios años, hacer tareas mientras mis oídos se llenaban de diálogos extravagantes y nombres exageradamente compuestos que cuando se mencionaban, la música de fondo retumbaba y uno sabía que algo muy malo estaba pasando: un beso, una revelación, un oscuro secreto. A veces los deberes del colegio tenían que esperar si había en la historia algún momento de tensión. Entonces volteaba a mirar y ella estaba ahí, imperturbable. Unas veces con algún cuaderno mío en la mano poniéndole puntos a todas las íes y otras veces con una aguja de crochet haciendo carpeticas interminables de mil colores. Mi abue es la responsable de que yo haya forjado mi visión del amor viendo telenovelas y sobretodo, de que se haya desatado esta desbordada pasión por escribir y contar historias así… intensas, apasionadas, viscerales. Ella es la culpable.

El martes 13 de septiembre tomé mi celular y tenía un mensaje sin leer en WhatsApp: mi abue se había ido. Corrí por toda la oficina y cuando llegué a la recepción, balbuceé la noticia a mi compañera y perdí las fuerzas. Me senté en el segundo escalón de la escalera y ella trató de consolarme pero no era tan fácil. Y entonces recordé a Celia. En circunstancias diferentes, tal vez con perspectivas diferentes y sobre todo por causas diferentes, yo me había convertido en ella.

Mi familia empezó a movilizarse; los que estaban fuera de Bogotá empezaron a viajar, todos congregados frente al mismo dolor, abrazándose unos a otros, acompañándose para soportar la pena, dándose palabras de aliento y tratando de levantar el ánimo mientras yo, en mi pseudo exilio continuaba con mi vida y me escondía en algún rincón para vivir mi duelo sin posibilidad de salir corriendo ni compartirlo con alguien que por lo menos lo entendiera.

Y la vida cambió, y las ideas preconcebidas de lo macabro o lo incómodo cambiaron también. Empecé a anhelar fotografías, videos, cualquier material que me enviaran de ella. Quería verla, saber si le habían puesto su ropa favorita, si me harían caso de pedir que le pintaran las uñas como tanto le gustaba, si le pondrían alguna joya, ella siempre tan pinchada. Quería saber si estaba muy delgada o si seguía tan hermosa como la vi en esa llamada de Facetime el domingo anterior, tan radiante y sonriente. Tan lejos de imaginarme que dos días después se iría  lejos. Pensé en mi mamá, en ella bailando el Carnaval y ella pasando por esto sin mí. Pensé en lo mucho que hubiera querido abrazarla y lo desesperantes que son las comunicaciones virtuales cuando uno se está rompiendo por dentro y se demoran en escribir o no contestan una llamada o lo dejan en leído. Pobre Celia, sin redes sociales.

El luto es un estado del alma. Las consecuencias obvias del dolor y de las despedidas son los vacíos que nos quedan, pero yo elegí quedarme con lo bueno, con la última vez que la vi perfecta y feliz. Con las fotos en las que me seguía la cuerda y me alcahueteaba para sacarle la lengua al mundo, siempre tan irreverente mi abue, siempre tan contundente. Hoy celebro su vida embriagándome de novelas y textos, de letras que fluyen de mis manos y se convierten en historias de amores complicados y disfuncionales, como el nuestro, que era inmenso además porque yo era su niña, pero ella era la mía.

Celia tenía razón. Mi mamá tiene razón: “Todo aquel que piense que está solo y que está mal, tiene que saber que no es así. En la vida no hay nadie solo… siempre hay alguien”. Ahora, a pesar de estar lejos de casa, nunca estaré sola. Ella está conmigo, poniéndole puntos a mis íes… en la eternidad.


Facebook: Erika Ángel Tamayo

Twitter: @eangelt

Blog Personal: Desvariando para variar…

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