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Lo conocí, algo tarde, durante esas clásicas jornadas de voluntario ausentismo universitario en 1995, cuando huía de las aulas con una bolsa cargada de cerveza en lata para perderme en el centro de mi ciudad.

Era uno de aquellos pestilentes rincones, a los que la ciudadanía, a fuerza de abandono y desuso, decide darles vocación de excusados públicos.

Las puertas estaban selladas, aunque parecía haber rastro reciente de humanas presencias rondándole.

Desde las hendijas se adivinaban botellas vacías de Ron Jamaica, Vodka Stalinskaya, residuos de lo que alguna vez fueran paquetes de Tostacos, cigarros de baja estopa, y de otros condumios y espirituosas bebidas, desperdigados en el deteriorado piso en tierra y baldosa de lo que una vez fuera el majestuoso Hotel Continental.

Me preguntaba cuánto tiempo llevaba en esas condiciones de ostracismo urbano, además de cuán corta sería la regresiva cuenta para su demolición.

Ese edificio, reducido a hospicio informal para hombres de la calle; doblado de central de desechos y miserias citadinas; transformado en otro de aquellos cadáveres de ladrillos, cemento, portones y ventanas, fue alguna vez el orgullo de una ciudad ansiosa de despertar de su reciente pasado republicano.

A mediados de los 40, dos italianos –Sergio Cozza y Aldo Salvino–, encargaron al arquitecto Vicente Nasi la construcción de una unidad de apartamentos ubicada en la esquina en donde se inicia la Avenida Jiménez.

Al comenzar 1948, Bogotá estaba alistándose para la magna edición número 9 de la Conferencia Panamericana. Como suele suceder ante el pronto arribo de cualquier visitante con ínfulas de ilustre, la orden gubernamental fue la de ‘acondicionar’ la ciudad para la ocasión.

En una anticipación al Pastranista acto de retirar a mendigos de esa Cartagena, próxima a ser recorrida por Clinton, las calles fueron remozadas, las construcciones maquilladas, y los indigentes escondidos. Ese país, al que Mariano Ospina Pérez había procurado ocultar por unos días, se volvió sin quererlo contra la medida, haciéndose más que visible ese 9 de abril que a veces olvidamos.

El caso es que otra de las decisiones de la administración fue exigir que el proyecto de Cozza y Salvino fuera destinado a un hotel.

Entonces, semanas antes del encuentro de líderes (que aunque casi nadie lo recuerde fue el que dio inicio a la Organización de Estados Americanos) se inauguró el lujoso hospedaje, al que arribaron diplomáticos de diversos confines. Con dificultad habrían imaginado que este sería su refugio en medio de las inesperadas revueltas.

Fueron más de 40 años en servicio. El Continental vio arder a la ciudad.  Fue testigo silencioso de la forma en que varios de de sus célebres hermanos mayores desaparecieron: el Hotel Regina y el célebre Granada, entre otros. Contempló como frente a él un riachuelo antes escondido surgía desde el asfalto, ahora llamado Eje Ambiental, y observó sin decir nada la forma como la ciudad fue durante años zurcada por Nemesias, Lorencitas, y luego por Transmilenios.

Su restaurante fue núcleo de encuentro para muchos capitalinos doblados de dandies aristócratas o bohemios. Allí según dicen vivieron el Dr. Barraquer, cuando era un optómetra novel, y el difunto presidente Alfonso López Michelsen, antes de ser difunto y antes de ser presidente. A tal grado llegó su éxito que en los 50 tuvo que ser sometido a una ampliación.

Con el tiempo vino la decadencia y su extenso letargo de décadas. Los italianos vendieron las ruinas de lo que un día fue a Carlos Camacho. Carlos Camacho fue el dueño de este sepulcro de ocho pisos, hasta que la firma Coninsa-Ramón H decidió comprarlo, para hacerlo vivir de nuevo y convertirlo en centro residencial y comercial.

Siempre creí que su muerte estaba cantada, y que algún día, cierto infame y espontáneo mercantilista la compraría para luego alegar amenaza de ruina y erigir alguna profanación arquitectónica sobre sus escombros. Pero no fue así.

Quieran las hadas y elfos protectores de la ciudad –si es que éstos se acuerdan de nosotros– que alguna providencia similar llueva sobre Villa Adelaida, y sobre algunos otros emblemas de una Bogotá sentenciada a muerte.

 

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