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Los afanes a destiempo del Gobierno por hacer presencia en una San Andrés descontenta son irrespetuosos en principio e ineficientes en la práctica.
 
Es politología de preescolar. Pero no creo que sea del todo inútil el explicar que por estado entendemos el conjunto de los órganos de gobierno de un país soberano, a la vez que llamamos nación a aquellos bienes tangibles e intangibles a los que atribuimos la virtud de unirnos en torno a lo que sentimos como nuestro, y a lo que de forma recíproca creemos pertenecer.
 
Mucho antes del advenimiento hispánico, el territorio colombiano era el asentamiento de un buen número de naciones independientes, aunque cercanas. Había, tal vez, una nación muisca, una sinú, una quimbaya, y otras más, viviendo sus propios procesos a los que luego antropólogos bautizarían como clásicos, posclásicos, preclásicos y demás.
 
El Estado fue más bien una creación artificial con el único propósito de articular de alguna manera ciertos territorios dispersos dentro de una misma geografía, aunque con poco más en común que la frustración de haber sido sometidos por la corona hispánica. Los países suelen ser una de las grandes mentiras universales.
 
El afán independentista que conduciría a la epopeya libertaria de aquel 20 de julio de 1810, no era otra cosa que el impulso de las elites criollas en busca de un absoluto poder sobre un país, que no era país, y que por cuenta de los hispanos de cuna y sangre no les pertenecían.
 
Eran los señoritos locales tratando de recibir idénticos beneficios a los de virreyes, nobles y españoles de nacimiento.
 
Aquello a lo que llamamos Independencia fue, en resumen, un afán localista por gobernar una tierra hasta el momento en manos de europeos. Eso que nos unió con quienes alguna vez compartieron con nosotros ese engañoso y acuñado a destiempo nombre de Gran Colombia era poco más que un corto matrimonio por conveniencia.
 
La realidad es, ha sido y parece condenada a ser la imposibilidad del poder centralizado para hacer presencia en las poblaciones alejadas del mismo. Son las desventajas de la periferia.
 
Porque Bogotá siempre quiso ser el centro. Porque ni Quito ni Caracas, ni Ciudad de Panamá creyeron nunca ser representadas por aquel núcleo de poder que fue la capital. Porque al final, viéndose ignoradas por ese gobierno nuclear, optaron por irse, sin mayores explicaciones. Porque ese sueño bolivariano fue poco más que un sueño.
 
Panamá, colombiana por poco menos de un siglo, también se hartó, favorecida, eso sí, por el interés creciente de Estados Unidos por convertir en un hecho el esquivo sueño del canal interoceánico. José Manuel Marroquín –buen escritor y mal presidente–, debilitado por la Guerra de los Mil días, sintió no tener mejor decisión en el horizonte y cedió la construcción del canal a Estados Unidos, por 40 millones de dólares, creo.
 
Repúblicas independientes ha habido muchas. Alguna vez Marquetalia fue considerada así, durante un breve lapso, en 1964, en el que sería el acto inaugural de las Farc. Cartagena quiso, hace siglos, adscribirse al Imperio Británico. La famosa broma de Antioquia Federal y su constitución insinúa cuanto menos un afán separatista.
 
Ahora resulta ser que nuestro reelegido presidente vuelve su mirada hacia San Andrés, temeroso de perderla. Es la misma actitud infantil de aquel pequeñuelo, que ante la perspectiva de que ese juguete abandonado por él en un rincón de la habitación desordenada sea el objeto de apropiación por parte del hijo de algún amigo de sus padres, comienza a patalear en demanda de su legítima propiedad.
 
Nicaragua reclama ser quien merece derechos como estado soberano sobre la isla, mientras que Colombia se ampara en la historia en busca de alguna justificación salvadora.
 
Al final, ni los isleños ni su tierra son un bien negociable. El respeto y la soberanía, como cualquier privilegio en medio de cualquier relación política, humana, sentimental, comercial, son algo que se construye, algo que se cultiva.
 
En términos de nación, en términos de estado, no hay propiedades vitalicias ni absolutas. Las obras de alcantarillado en San Andrés llevan dos años atiborrados de tumbos y tropiezos. Las calles de la Avenida Newball y de otras vías menores son un mar de accidentes geográficos. Los permisos para el emisario submarino, sistema que permitiría un mejor tratamiento de aguas residuales se han tardado 10 años.
 
Por eso el desfile de conmemoración independentista en San Andrés no es más que un intento desesperado y débil por parte del Gobierno con el fin de hacerse presente en donde la ausencia ha sido la constante.
 
Uribe no es el único culpable. Comparte, como siempre, la responsabilidad con administraciones anteriores.
 
Pero llamar a un hospital ‘Amor de patria’, contra los deseos de un considerable sector de la ciudadanía, es un pobre esfuerzo por convencer a quienes no pueden creerlo de que las cosas van a cambiar, y no hay patrioterismo ni nombre alguno capaz de esconder tan contundente verdad. Eso lo supieron, hace años Panamá, Venezuela y Ecuador. Y hoy San Andrés comienza a creerlo.

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