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real01.jpgAl igual que la mayoría de viajeros por llegar a Bogotá desde cualquier lugar de la Tierra, los integrantes de la nómina estelar del Real Madrid tenían escasa idea acerca de qué clase de ciudad podría ser esa. Por sí sola, su mención no les sugería nada.

Mientras el Distrito Federal mexicano tenía sus mariachis y su Plaza Garibaldi; y Buenos Aires su Avenida 9 de Julio y sus milongas, aquella indefinible villa andina -dormida en su presente republicano- no era más que un sombrío monasterio convencido de no serlo.

Habitada por cierta extraña especie de recoletos urbícolas, vestidos de sombrero, ruana o sobretodo. Gobernada por una aristocracia distante, experta en remedar con gracia y sin fondo las solemnes maneras londinenses. Con su memoria en permanente amenaza de ruina. Atrasada. Dibujada, como un boceto inacabado, en las estribaciones de una insular cordillera, en buena parte huérfana de árboles.

Un lugar apropiado para dejar que la vida se fuera, pero del todo insano para quien quisiera hacer algo más que quejarse, soportar o aburrirse con sus días, todos demasiado parecidos entre sí.

Confirmado el viaje, los pocos miembros de la delegación hispánica a los que el nombre no les sonaba desconocido, comenzaron a delinear en sus mentes un caluroso villorrio caribeño de palmeras, plagado de zancudos, de música de tambores, de frutos del trópico y de nativas sonrientes y dispuestas a entregárseles, en permanente ánimo festivo y libidinoso.

Los menos fantasiosos preferían no preocuparse por semejantes imaginerías y tratar de fabricar su victoria sin más demora. Para así retornar tan pronto como pudiesen al verdadero mundo. Para mantenerse resguardados de las enfermedades tropicales. O de cualquier otra manifestación espontánea de violencia ciudadana similar a la de cuatro años atrás. Con la integridad física intacta, el soroche controlado y la dignidad recuperada, tras la victoria. Con la intención obsesiva -aun cuando fuera por una vez- de vencer a Millonarios.

Como todos los que -acostumbrados a ganar- enfrentan de golpe la tristeza de la derrota, su concepto sobre sí mismos les impedía pensar que el triunfo de Millonarios fuese producto de alguna condición distinta a su propia y transitoria mala fortuna. Como fuera, había que demostrarlo. Pero eso no tenía por qué ser -en principio- difícil.

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Para los bogotanos el hecho sencillo de tenerlos de visita era una experiencia inusual. Un milagro. Parecido a aquel del que se habían enterado meses atrás por los diarios, cuando en la celebración de sus cinco décadas de vida, el omnipotente e indestronable equipo galáctico había caído ante un desconocido elenco bogotano, sin duda despojado de grandes victorias, nombre o historia.

La aeronave había partido 36 horas atrás desde Barajas, en medio de una despedida de héroes. El compromiso con los suyos, a cambio de tantos hurras, era recuperar la dignidad.

Hizo tres paradas. Una en Nueva York, bastante más extensa de lo habitual. Otra en Barranquilla, hacia las 4:30 del mismo día. Una comisión de periodistas, entre los que se contaba el afamado Mike Forero, los estaba esperando, para viajar con ellos desde allí, y seguir como infiltrados los pormenores de su arribo al país.

Y así, ante una muchedumbre de simpatizantes, curiosos, desocupados e hispanófilos advenedizos, el avión de Avianca aterrizó en la pista del pequeño aeródromo de Techo, cuando eran las 6:30 en la noche del 30 de junio de 1952.

La hospitalidad parecía más bien un culto desmedido, tercermundista, idólatra, y un poco impertinente, considerando el estado de cansancio que por el extenso viaje debía estar afligiendo a la delegación madrileña.

Aunque se sabían célebres, ninguno estaba en verdad preparado para la magnitud de su recepción. Mucho menos para las atenciones y dádivas prodigadas por los perplejos ciudadanos de la capital colombiana.

Una comitiva conformada por miles de bogotanos espontáneos –hospitalarios, entusiastas y amigables, dirían unos–; –lambiscones, desocupados y arrodillados, dirían otros– se había agolpado desde el divisadero, con su ojos clavados en las escaleras por las que fueron bajando, en número de dos, todos los integrantes del cuerpo técnico, directivo y deportivo del equipo.

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La colonia española, conformada sobre todo por refugiados de guerra, se había aliado con el Hotel Casa Marina, en donde se habrían de alojar los miembros de la delegación madridista, para ofrendar a sus paisanos una serenata de bienvenida, sobre la pista del aeródromo, a cargo de la Orquesta Serenata Española, un híbrido de calidades musicales discutibles integrado en un 95% por colombianos que hablaban y cantaban con fingido acento ibérico, y en un 5% por españoles.

Al abrirse la compuerta del HK-163, un centenar de pequeños banderines cosidos por las hacendosas mujeres de los empleados de Millonarios y del Casa Marina, divididas en dos mitades exactas –una tri y la otra bicolor, con las correspondientes banderas de la República de Colombia y la de España–, se levantaron hacia el cielo.

Tan pronto el primer miembro de la delegación tocó suelo bogotano, los musicastros levantaron apurados un pendón de tres metros de largo, pintado a mano, en el que se podía leer el mensaje «Aupa Madrid»; empuñaron acordeón, saxofones y contrabajo, e iniciaron –en una muestra de hospitalario e ingenuo folclorismo– su sentida interpretación marcial del pasodoble ‘Gallito’.

«¡Madrid, Madrid… tierra de la gracia y del chotis!».

Incluso agobiados por el cansancio, los jugadores hallaron espacio para sonreír con perplejidad ante la cómica situación, y para levantar sus manos en respuesta hitleriana a la deferencia de la gleba fervorosa.

Alfonso Senior se sentía orgulloso, como nunca. Lo que estaba ocurriendo era prueba, sin duda, de un tesón y una habilidad superiores. Sólo él, con toda su fuerza de carácter había sido capaz de conseguir el prodigio de importar, aunque fuera por sólo dos fechas, al mejor equipo del mundo hasta tamañas latitudes. Y sólo él -con su mente obstinada y visionaria- había logrado convertir a un equipo joven de un continente pobre en un atractivo semejante, más allá de que su nómina titular fuera en su vasta mayoría extranjera.

Después de haber atendido con cortesía al inoportuno recital aeroportuario, el equipo completo abordó uno de los siete autobuses contratados por el previsivo Senior, para moverse con prisa, por entre el tráfico y la turba excitada, que bordeaba toda la vía, desde la Avenida de las Américas, hacia el Hotel Restaurante Casa Marina, ubicado en el número 15-61, de la carrera 12, en donde habrían de alojarse. El solo recorrido por las vías de la ciudad fue mucho más desgastante que el viaje transatlántico, con todo y esperas.

En las guías turísticas, el Casa Marina figuraba como un hospedaje de segunda categoría. Con facilidad lo superaban el Continental, con no más de cuatro años de edad, y el tradicional Granada. Las calles, ya reducidas, se hacían más estrechas por la cantidad de gente arremolinada alrededor de la caravana colombo-madrileña.

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La situación era aún menos apacible en el hospedaje. Unos 50 ó 60 visitantes -entre reporteros gráficos, periodistas deportivos, colegas de los equipos capitalinos en procura de ser tenidos en cuenta por el técnico español para una posible contratación, y algunos otros ciudadanos anónimos- se agolparon en la recepción.

Su propósito era el de dejar en manos de los europeos distintas dádivas, entre las que resaltaban algunas cajas de bocadillo, folios impresos con sus currículos deportivos, tamales empacados en hoja de plátano, imágenes del señor caído de Monserrate y cartas de amor escritas con deficiente ortografía, y en peor caligrafía.

Un poco molesto por la chusma descarada y oportunista que iba invadiendo su local, el administrador hizo un llamado a la calma, con el pretexto de guardar silencio para atender al solemne discurso del presidente interino del Club, Alberto Arjona, en reemplazo de don Benito Pico, quien se abstuvo de viajar, porque estaba enfermo.

De haber sabido que los presentes esperaban de su parte una muestra oratoria de calidades superiores, Arjona habría solicitado de antemano a sus asistentes la redacción de una o dos cuartillas destinadas a ser leídas en medio de la sesión. No obstante –dados los descomunales actos de amabilidad, al no tener nada peor qué decir– y sin saber cómo desempeñarse en medio de tan prolijos halagos y atenciones, Arjona atinó a inventarse un discurso que alcanzó a arrancar lágrimas al populacho conmovido:

real06.jpg«Mientras a Cristóbal Colón le tomó tres meses llegar a América, nosotros hemos tardado 36 horas. Son los frutos de la civilización y del progreso. Salimos de Barajas con hurras a Colombia –mintió–, y hemos llegado con vítores a España. Así es como entiendo y como debe entenderse el afecto de dos grandes pueblos que la historia colocó en la categoría eminente de madre e hija. Por lo demás, el pacto de caballeros rubricado en mi patria con un fraternal abrazo entre Santiago Bernabeu y Alfonso Senior, se ha cumplido. ¡Y aquí estamos!: Para corresponder a la cita que nos pusieron Los Millonarios y su presidente, quien -me complace reconocerlo- fue uno de los grandes embajadores deportivos de la amistad hispano-colombiana, que será decisiva en el futuro de nuestras relaciones culturales».

 

Soltada la oratoria demagógica de rigor sin titubeos, los jugadores fueron llevados con dificultad, por entre nudos de gente histérica, hasta el restaurante del Hotel.

Con sumo trabajo, los miembros del Real alcanzaban a desplazar los cubiertos rebosantes de hirviente paella hasta sus bocas, pues gran parte de las mesas estaba invadida por los regalos de la fanaticada.

La obsesión de la planta entera de trabajadores del Casa Marina era que la elaboración de los platos típicos ibéricos servidos en las mesas de los invitados guardara la más estrecha semejanza posible con la de su lejana España.

A ninguno se le ocurrió que tal vez –al salir del suelo natal– la tendencia razonable del ser humano habría de ser la de explorar las costumbres del país anfitrión.

–¿Pero sí nos quedó como en su tierra, caballero? ¡Son puros mariscos colombianos! Llegan en avión todos los días. No se preocupe, que no le van a hacer daño, y lo van a dejar enterito para el partido del sábado. ¡Me imagino que los de España serán mejores! ¡Pero ustedes perdonarán! ¿Y la sangría cómo me les ha parecido?

Los jugadores estaban tan ávidos de abastecerse de alimento, que igual les habría dado consumir huevas de esturión o crema de pata, con tal de quedar ahítos, de satisfacer el deseo de sentirse amables de sus anfitriones, y de poderse ir a dormir, ya liberados de tan sobreactuada comitiva, para dedicarse a pensar en el partido.

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