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En el pueblo hay muchas casas en barro, pintadas (no habría que decirlo), de blanco.

Eso me lleva a la natural asociación con la canción de Serrat, aunque dudo que alguna vez él haya estado ahí.

Hay un museo arqueológico con fósiles de 120 millones de años de edad, y una mujer guía, escondida tras unas gafas bifocales -un poco menor ella que los fósiles-; amable y ruda; encargada de custodiarlos para que no se vayan a escapar. Y de contarles a los pocos visitantes por qué aquel lugar a dónde han llegado, sin propon es importante.

Para ser tan ancianos los fósiles no lucen del todo mal. Puesto que casi nadie viene, y muchos menos entran, en sus días y horas libres (que son los más) ella misma se aposta frente a la iglesia para hablar con sus contemporáneas matronas acerca de las mismas cosas de las que lleva hablando 30 años.

Hay, casi en el centro, un monumento a un sacerdote a quien el pueblo debe la recopilación de tantas joyas prehistóricas. Algunos aseguran haberlo conocido, y reconocen en él al gran apadrinador de aquella provincia y sus gentes.
 
El recorrido por el museo tarda 20 minutos (según ella misma lo especifica). Y por el pueblo cinco. En la plaza hay un hombre, que se mueve asimétrico, y a quien sólo se le entiende (tal vez por la repetición y la fuerte ansiedad, más no por la claridad) su petición de siempre ‘¿Me va a regalar para una chicha?’.

A él le dicen ‘El Policía’ y parece ser un patrimonio vivo del lugar, porque además de saber pedir chicha se pone a barrer las calles. En las tiendas venden, en vasos, a 500 pesos, raciones del famoso fermento de maíz. Es espeso, amarillo y muy, muy dulce. Un sedimento mágico. No creo que haya episodios graves de desnutrición o de hambre en el pueblo. El fermento de maíz debe ser nutritivo.

En una sola tienda se producen (aunque bien puede ser una exageración para impresionar visitantes) 50 litros diarios de la bebida. Una ley tácita obliga a sus fabricantes a dejar de venderla después de las 12 del mediodía. De lo contrario las vidas de los 300 lugareños vivirían mojadas de chicha. No hay farmacia ni centro médico, así que la chicha es el único ansiolítico, analgésico y antidepresivo disponible a buenos precios.

Las gentes cultivan maracuyá, y algunas otras frutas. Y hay chivas y cabras y ovejas. Y un camino real que después de dos horas conecta a las gentes con las de alguna ciudad vecina (a la que le digo ciudad porque no hay en el mundo norma alguna que establezca cuando un pueblo deja de ser ciudad y cuando una ciudad deja de ser pueblo).

La tierra es roja y la llegada de cualquier forastero, motivo amplio y suficiente para que las gentes salgan a su encuentro, para venderle cosas, o para no seguir hablando con los mismos parroquianos que se apostan en el marco de la plaza a discutir las mismas cosas de hace 200 años.

Parece como si hubieran escogido no avanzar, y les admiro por eso. Parece como si no les fuera necesario pensarlo demasiado  como para entender que la vida es un lapso corto, en el medio de la inexistencia. Los plantíos lucen generosos.

Y las gentes, que se mueven y meditan a ritmo lento, se ven tranquilas y saludables, porque conocen el desgaste inútil de la prisa.

Admiro la sabiduría simple, parsimoniosa y sin vanidades de aquellos que viven en el pueblo. Entiendo el deseo de algunos de sus habitantes por replegarse, detrás de las ventanas de maderas, cuando ven que llega un forastero.

Para terminar, he pensado decir el nombre de este pueblo, pero siento que eso no debe importar, y que si el pueblo ha de aparecérsenos un día en la ruta es porque al destino le interesa que eso ocurra. El destino, al igual que el veredicto de los concursos, casi siempre pareciera haber sido definido con antelación.
 
Creo que debo detenerme. Siento como si imitara a Eduardo Caballero Calderón. Y saberse mal imitador de un maestro te hace sentir atrevido e incapaz.

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