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Normalmente, voy a cine solo y ya me acostumbré a que cuando compro una sola boleta, me miren con lástima. Cuando entro a la sala normalmente no llevo nada de comer (exceptuando cuando tengo mucha hambre) y suele suceder que la película que escojo para ver es la que menos público tiene por lo que muchas veces he tenido el placer de una proyección privada en pantalla gigante; yo pertenezco al grupo de espectadores menos apreciado por cualquier exhibidor. 
Alguna vez en clase me escandalicé cuando una alumna me dijo: «Profe, es que cine sin crispetas no es cine». Esta frase, que en su momento me pareció exótica, ha regresado una y otra vez en diferentes voces que asocian ver una película con atragantarse de maíz y hacer comentarios casi en voz alta con el vecino del lado. 
Quienes pasen de los 30 años recordarán las proyecciones antes de que el cine se concentrara en los multiplex de los centros comerciales: Las salas de cine estaban en los barrios, se presentaba una sola película por sala (a veces todo el día, de manera rotativa) y se hacía un intermedio para salir a la cafetería (comer en la sala era de mal gusto).  Aunque el intermedio era incómodo y nos sacaba de la magia de la película por 15 minutos, no teníamos que aguantar a los compañeros de fila haciendo bulla mientras mastican el contenido de un tarro gigante de crispetas ni caminar entre el crujir de residuos de comida bajo nuestros pies. En una investigación que realizamos hace algunos años (aquí pueden leer sobre ella) y que hizo parte de mi libro «Cine: Recetas y símbolos», comprobamos que el negocio del cine no es el de las películas sino el de la comida. 
 Es un hecho también que por culpa de la piratería y de las múltiples ofertas de entretenimiento, desde hace más de una década viene disminuyendo el número de espectadores en las salas de cine de todo el mundo pero, curiosamente, se abren nuevas salas todos los años.  Los exhibidores compran de manera preferente los títulos provenientes de las llamadas majors norteamericanas (Fox, Warner, Paramount, MGM, Columbia, Disney y Universal)  y, especialmente, aquellos que tienen su propio público cautivo (las secuelas de películas exitosas, la adaptación de best sellers de la literatura o comics o los que se han convertido en historias de culto). Estas películas, a veces bastante flojas,  son una apuesta casi segura para las salas.
Estas películas vienen con una gran parafernalia de promoción que incluye POP (publicidad en el punto de venta), artículos promocionales (vasos, camisetas, etc.), sorteos y campañas online. Además de esto,  se anuncian más de un año antes de ser exhibidas y su trailer es presentado antes de las películas más taquilleras. Todo esto ocurre por una sola razón: Dinero, muchísimo dinero; el mismo del que carecen el resto de películas modestas de otras latitudes que no pueden aspirar a tener el mismo impacto en la taquilla.
El ritual de ir a cine hoy ha sido diseñado por los exhibidores y los espectadores lo hemos adoptado con el tiempo. Los espectadores actuales no van a ver películas, van a cine como parte de un  ritual que  incluye visita al centro comercial en pareja o grupo, comprar combos de comida de proporciones gigantescas y tomar la decisión de ver la película en el último momento (justo antes de comprar la boleta).  Si bien en la entrada del multiplex se anuncian todas las opciones, el espectador promedio se fija en las cintas más comentadas y en aquellas que se hacen notar por medio de aparatosos escenarios de cartón y combos especiales de comida+boleta. En la lógica de oferta y demanda, son evidentes las condiciones desiguales para las películas «independientes» (todas las que no vienen de USA o hacen parte de los grandes estudios).
Al salir de la sala, película y crispetas hacen parte de la misma sensación.  Ni la una ni las otras alimentan o aportan mucho: en poco tiempo olvidamos la historia que vimos en la pantalla y no hablamos de lo ricas que estaban las crispetas, alimentos y películas son desechables. No soy ingenuo tampoco, el cine hoy es, antes que nada entretenimiento, pero no tiene por qué ser entretenimiento vacío.  
La lucha de los cinéfilos no debe ser por acabar con la proyección de películas de Hollywood, sino por una mayor presencia de otro tipo de films en la cartelera.  Cada exhibidor debería estar obligado a tener siempre más de una película independiente en todos sus multiplex y dar un tiempo suficiente para que los espectadores puedan verla.  El cine latinoamericano y el colombiano deberían llegar con más fuerza también a los circuitos y durar algo más de un fin de semana. La excusa siempre es que al público no le gustan estas películas, pero ¿Como van a gustarle si nunca tienen la oportunidad de verlas? 

Espere en mi próxima entrega: El placer de volver a ver

Para ver otros textos sobre cine y cultura visite Jerónimo Rivera Presenta

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