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No soy de la clase de personas que viven con miedos. Me atrevo a decir que no le tengo miedo a nada, o a casi nada. Le tuve miedo a los perros y ahora tengo un pitbull, y además una gata. Le tuve miedo a Marilyn Manson y ahora me parece más tierno que Topo Gigio. Le tuve miedo a muchas cosas, pero descubrí que el miedo es el camino para atraer eso que tanto nos espanta. En fin, solo hay dos cosas que me producen profundo terror, pánico existencial y congelamiento de la voluntad: la niña de El Exorcista y quedarme sin ideas.

Di con mi primer terror en 2001, año en que fue relanzada y remasterizada la clásica película de horror. Confieso que la vi a manera de despecho, pues venía de la fiesta de 15 de mi primera novia. Despecho e ira, dos peligrosas gasolinas que me encendieron a desquitar visualmente contra mi espíritu, como si con eso la bonita pero mentirosa aquella fuera a pagar por reconocer que el man con el que bailó toda la noche no era su primo, ni estaba muriendo de leucemia. Yo, héroe local de un colegio de curas, presumía de ella, dos años mayor que yo y además hecha a mi medida hobbit. Ella, suripanta de un colegio de monjas, presumía de mí porque tenía talento en el baile y en los besos, es decir: sacó provecho de mí, abusó.

Así pasamos grandes temporadas de la vida: siendo ligeramente marraneados por otro u otra más viva y satánica que nosotros. Personajes que nos disfrutan como si fuéramos frutas dulces y llegan hasta nuestra pulpa como por deporte. Yo me mamé de ser pulpado y a finales de ese año busqué a Jesús por primera vez, pero pienso en mí de haber aceptado la tentadora oferta del Lado Oscuro, esa en la que estaría repartiendo mi flor como estilo de vida y como camino a la felicidad.

El Lado Oscuro trabaja bajo una premisa clara: «Atrápalos jóvenes y serán tuyos para siempre». El mundo sabe eso, que todo se resume en una cuestión de identidad donde los fuertes se imponen y los débiles terminan copiando con descaro a esos más fuertes, como esclavos tratando de parecer de la realeza. Debe ser por eso que la sola imagen de una manzana tratando de ser naranja ya nos parece cómica, así como alguien diseñado para algo grande, ser elefante por ejemplo, resuma su vida en querer ser zarigüeya. Sí, es un ejemplo sacado de una película, y ahora que leo todo esto parece un homenaje al lugar común, a la reiteración de ideas, a lo practiguiso, a Daniel Samper Ospina.

Ese es mi otro terror, que por quedarme sin ideas termine contando historias de múltiples momentos de mi vida, incluyendo estas bazofias que tienen que ver con el desamor preadolescente. Siempre he creído que la escasez creativa no existe, más bien es que uno debe ejercitar el cerebro y retomar ese precioso material que aunque ya reposa en uno, se esconde cuando le da la gana. Mi manifiesto personal inicia con la palabra persistencia, aquella que no enseñan en clases de la Javeriana, pero que uno aprende para sobrevivir en la oficina.

Hoy persisto en ponerme un cuchillo en el pecho y correr directo hacia una pared, para que al principio parezca divertimento inspirado en Jackass, pero después genere terror darse cuenta que la manzana y la naranja eran parecidas pero no iguales. Eso es hablar de manzanas y naranjas: juntar cosas que no tienen nada que ver, para terminar sacando contenido nuevo para una entrada nueva.

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