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Cuando uno se inclina por la escritura audiovisual, va desarrollando un raro sentido de atracción por acumular experiencias y conocer realidades, de las cuales en el futuro se espera extraer alguna historia particular para contar, o simplemente conocer personas que referenciarán personajes para crear. En mi caso, empecé a trabajar en televisión por un mal cálculo de la práctica profesional, y aunque buscaba una plaza como libretista senior en una productora, terminé como lector junior en un canal. Son de esos contrasentidos de donde se extraen las mejores anécdotas.

Arranqué la práctica con dos metas: tomarme una foto con el Padre Chucho, y bailar aeróbicos con Nerú. Le conté a mi jefe y a los demás oficinistas de ese anhelo, quienes después de reírse en mi cara creyeron que era verdad cuando me mantuve serio en la palabra. De ahí, me fui metiendo de a pocos en aquel Estudio 7, donde le pedí al reputado padrecito que «rezara por un primo enfermo de cáncer». El tipo me atendió hablando por celular, me dio dos segundos para la foto y se fue en su Rolls-Royce. Tomé su indiferencia como un castigo divino, pues pequé al inventar eso de mi primo, porque en realidad es prima, y las mentiras hacen llorar al niño Dios.

Me presentaron al jefe de producción del programa donde Nerú tenía la sección, que entre otras cosas se llamaba «Aeróticos MBD», dato coctelero para seguirle metiendo capas al delicioso sánduche anecdotario. Con solo mirarme, el tipo vio mi talento, o no sé bien si me lo dijo para que no reculara en mi noble intención de ridiculizarme voluntariamente en uno de los programas más vistos a nivel nacional. Fue así que con dos dedos de frente y varios rulos en la cabeza, decidí llegar un martes a las 7 de la mañana a un lugar donde nadie me había llamado a estar.

La primera vez que vi a Nerú, recuerdo que estaba en la parte alta de unas escaleras al lado del camerino. Lo vi y debo confesar que sentí cierta erisipela invadiéndome los ojos, pues su figura era la de un Frankenstein criollo: pelo de mujer, brazos de hombre. Nariz de mujer, voz de hombre. Cola de mujer, manos de hombre. Para mí, un homofóbico rehabilitado, la imagen no dejaba de ser fuerte. Simplemente le di los buenos días y seguí derecho al camerino, donde me esperaba una manga siza y una pantaloneta corta, el traje perfecto para salirme de mí mismo solo para tener algo qué contar.

La gente ve televisión y cree que muchas de esas secciones van en vivo, que de hecho era como se hacía la televisión de antaño; pero no, aquella vez y para sorpresa mía, pregrabamos varias coreografías que salieron el mes completo. Y es que una cosa es boletearse un día, pero un mes entero y ser visto por los papás, compañeros de universidad, profesores, amigos y hasta pastores es algo que francamente se sale de control.

Recuerdo que en la primera coreografía me extralimité y exageré a propósito, porque uno no tiene tres minutos de televisión todos los días. Fue tal mi éxito, que el mismo director del programa, reconocido y para muchos innombrable presentador mañanero, me dijo que me hiciera detrás de Nerú, «porque la gente con pelo de estropajo es chistosa». Le hice caso y sin importar las ovaciones de las dos presentadoras que lo acompañaban (quienes sí me elogiaron el pelaje), di lo mejor de mí en unas anticoreografías que guardé con recelo hasta hoy. Dense gusto con este coctel de putrefacción.

El crespo con los mejores tenis. Sí, ese soy yo.

Años después, me encontré con Nerú en otro camerino, pues yo andaba actuando en la Iglesia y él estaba entrando a la primera fila. Vi a un tipo distinto: pelo de hombre, brazos de hombre. Voz de hombre, manos de hombre. Me causó interés verlo ahí, riéndose del show que dimos, llorándose toda la alabanza, meditándose toda la enseñanza.

Lo entendí todo cuando salió en la noticias que había decidido cambiar de vida, cosa que me pareció muy valiente de su parte, porque si hay que admirar a un tipo de persona, es a aquella que decide convertirse en la mejor versión de sí misma. Y aquí no quiero entrar a tocar sensibilidades LGBTI sin contar primero que pasar por un colegio de curas, una Facultad de Comunicación y un trabajo temporal en un local de ropa me cambió la forma de pensar con relación a la homosexualidad. De hecho, tengo familiares, amigos, compañeros de trabajo y personas gais que quiero y respeto profundamente, porque me quieren y respetan también y porque me han mostrado que su condición en ningún momento alude a «estar enfermo», ni a merecer lástima de nadie, mucho menos la de ciertos sectores del cristianismo donde se disfraza el amor con ignorancia.

Lo que encuentro un tanto indignante es el palo que algunos le han dado al pobre tipo por sus declaraciones, por el uso del término «curar», el cual alude directamente a enfermedad. Estamos de acuerdo en que la homosexualidad no se cura, y no es la idea entrar a debatir sobre trastornos y demás experiencias personales que condicionan la elección sexual. Cuando una persona sale del closet, lo felicitan por valiente y por coherente; pero cuando alguien decide conocer a Jesús y replantear su vida es un fanático exagerado al que no bajan del madrazo por «niegamondás». ¿Hay alguna clase de política de respeto en esto?

Como si no hubiera aprendido la lección, sigo escribiendo en televisión ridiculizando mis neuronas con situaciones donde, en el fondo, la reflexión de vida va ahí metida sin que lo noten. Eso sí, si me invitaran a hacer el oso y eso sirviera de pretexto para contar una historia y pegarla a una coyuntura pop que termina con alguien que conoce a Dios, lo volvería a hacer. Con manga sisa y pantaloneta más corta.

 

Luis Carlos Ávila R
@benditoavila

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