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La crisis actual desatada por la caída de Víctor Yanukovich y agravada por las tensiones entre algunos Estados de Europa Occidental y Estados Unidos y Rusia, pone en evidencia que la injerencia de estadounidenses y europeos en la política ucraniana fue nefasta. Inicialmente, las demandas de la oposición eran concretas y legítimas. En una democracia debe existir la posibilidad de discutir la política exterior, y si el presidente Yanukovich se había comprometido a la firma de un acuerdo de cuarta generación con la Unión Europea, nada más válido que exigir la materialización de esa promesa. No obstante, la oposición se fue transformando y las demandas iniciales fueron cediendo terreno a la exigencia de un cambio estructural de la política ucraniana, y a la salida del presidente como condición para cualquier negociación. A pesar de la amnistía declarada por Yanukovich, la oposición prefirió la confrontación y el cambio drástico de régimen a cualquier salida negociada.

Se trató de un error craso que hoy le cuesta a Europa la estabilidad y significa una nueva salida en falso para Estados Unidos y sus socios europeos. Ucrania que está en la mitad de las tensiones entre éstos y Rusia, será sin duda la principal damnificada. El Departamento de Estado, así como Alemania y Francia se dedicaron a avivar las tensiones en Ucrania, mientras Moscú llamaba a la calma e intentaba que al menos Yanukovich terminara su mandato, y se pudiera emprender una transición que involucrara a las dos ucranias.

Aquélla occidental que ve positivamente el camino europeo, y aquélla oriental del Partido de las Regiones, con lazos históricos con Rusia. No obstante, ese equilibrio nunca se buscó por parte de los gobiernos de Barack Obama, Ángela Merkel y François Hollande, que trataron de poner a Ucrania arbitrariamente en su órbita de influencia. Paradójicamente, algo de lo que se le acusa a Moscú actualmente.  

Cuando se produjo la caída de Yanukovich, era obvio que algo andaba mal por ese entonces en Ucrania. Una país tan dividido, difícilmente podía darse el lujo de aceptar la supremacía de una población sobre otra, y lo que es peor, Rusia no olvida los intentos de Estados Unidos y la OTAN de reconfigurar zonas de su influencia. El mejor ejemplo fueron los ataques desproporcionados contra Serbia en 1999 ,cometidos por la Alianza transatlántica y que el mundo eslavo-ortodoxo aún no perdona. Con estos dos ingredientes todo favorecía una intervención por parte de Moscú para poner en orden a Ucrania. Valga decir, una alternativa que está lejos de ser legítima, porque pone en entredicho el principio de no injerencia.

Algunos han recordado la intervención soviética en Hungría en 1956 o en la entonces Checoslovaquia en 1968, cuando sus tropas aplastaron los levantamientos en contra del socialismo real. No obstante, no hay lugar para tal comparación. Se debe entender que desde la caída de la URSS, Rusia ha defendido el principio de no injerencia como derrotero de su política exterior, de allí que se haya opuesto a la guerra de Irak y se haya convertido en crítica de la intervención en Libia (aunque no la haya vetado en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas).

Si tanto creen los rusos en la autonomía de los pueblos y en la no injerencia ¿por qué intervinieron en Georgia en 2008, y amenazan con hacerlo ahora en Ucrania? La respuesta es simple y se divide en tres. Primero, se trata de una zona de influencia histórica, y en donde la degradación de la violencia en contra de población que espera apoyo de Rusia es fácilmente comprobable. Moscú no olvida que los serbios en 1999 se quedaron esperando una respuesta rusa para contrarrestar el ataque de la OTAN. Se trata de un escenario que Rusia no está dispuesta a repetir. Segundo, difícilmente Moscú va a permitir que Alemania, Estados Unidos y Francia arreglen por su cuenta la situación en Ucrania. Ese intento traduce una desproporción en el cálculo de estos Estados, que no dejan de equivocarse en cuanto a Europa Oriental se refiere. Y tercero, ésta es la década de Rusia y el gobierno de Vladimir Putin lo sabe.

Desde comienzos de este siglo la recuperación de la influencia rusa ha sido notable, y ésta pasó de derrotada en la Posguerra Fría a convertirse en un país indispensable en la resolución de temas de la agenda global. Su papel en el Diálogo a Seis Bandas con Corea del Norte, en el dossier nuclear iraní, en el cuarteto para apoyar la negociación entre Israel y Palestina, y en la crisis reciente en Siria así lo testimonian.

Ahora, Ucrania depende de que Rusia y Occidente lleguen a un principio de acuerdo que ponga fin a semanas de violencia. Pase lo que pase, Moscú confirmó de nuevo que volvió a la escena internacional.

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