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No es lo mismo ser mujer en Latinoamérica que en cualquier otra parte del mundo. Tampoco es lo mismo ser mujer en Irán o en Suecia. La suerte dependerá de una creencia, de un sistema judicial lo suficientemente fuerte y de una cultura feminista y aliada (en el verdadero sentido de la oración).

En pleno siglo XXI, esperaríamos avances en materia de derechos, acceso y protección para las mujeres. En este punto de la reflexión siempre recuerdo a Irene Vallejo, que en una de sus columnas escribía: “Los logros que hoy disfrutamos son fruto de una larga cadena de esfuerzos y riesgos”, retratando a través de mitos y leyendas las peripecias de Agnódice y Sophua Jex Blake; la primera, un verdadero mito, y la segunda, un ícono por ser la primera mujer admitida en la Facultad de Medicina de Edimburgo, a quien le tocó disfrazarse de hombre para lograr su cometido.

Entonces, sí, tampoco estamos en ceros, y esa lucha que empezó rompiendo un orden en el que las mujeres y las niñas (porque todo empieza desde ahí) no podían ser dueñas de sus propias monedas y mucho menos de su vida, no puede parar. Se ha logrado algo de garantía a los derechos universales, pero hay uno en el que confluyen todas las falencias y en el que las mujeres estamos día a día gritando para que se garantice. Sí, es que tenemos que gritar y con rabia, porque vivimos asustadas, porque nos toca ser valientes al no tener libertad.

Justo pensaba en ese derecho cuando un jueves a las siete de la mañana decidí caminar hacia la estación de trenes de Sevilla, (España). Solo eran quince minutos desde donde me estaba hospedando. Por esos días, el amanecer era a las nueve de la mañana, por lo que a esa hora la ciudad todavía estaba de noche. Caminé lo más rápido posible, me eché la bendición, miraba cada esquina con prevención y evitaba cualquier contacto. Cuando llegué a la estación, me percaté de que en mi camino nadie intentó hacerme daño, nadie me habló y un chico que estaba por mi mismo callejón decidió apartarse, quizá notó mi cara de alerta. Pensé: llevo puesta la paranoia de Latinoamérica.

Algo similar comentábamos con Lucha (así le decimos de cariño). Ella es de Tucumán, (Argentina), y por esos días se estaba hospedando con Manu en un piso de Madrid. Su percepción es muy parecida a la mía. Me contaba que el día que viajaba a Bilbao al Congreso de BIME (Encuentro de la industria musical), Manu la acompañó hasta el Metro (ella le dice subte) y me narraba que le parecía extraño que él la dejara sola a esa hora en la estación, que todo el trayecto estuvo llena de miedo, pero se tranquilizó cuando vio a otras chicas que también estaban solas, me decía aterrada: ¡no podía entender cómo se animan a andar así la ciudad a esa hora de la madrugada! Lucha cerraba la conversación con que la circunstancia es completamente distinta a la de nosotras que miramos ochocientas veces antes de entrar a la puerta de nuestra casa.

También en conversación por whatsapp con Lau (apodo muy rolo), otra amiga que vive en Lima, me contaba un día que en su trayecto en taxi a su casa, se sintió mareada y lo primero que pensó es que le iban a hacer daño, luego recordó que había tomado una pastilla y tal vez podría ser eso la causa. Pero me decía que lo primero que sintió fue miedo.

Bien, estas historias son de tres latinas, dos que se asombran al ver la tranquilidad y libertad con la que se mueven la mayoría de las mujeres de un país en otro continente y una que temió por su vida al movilizarse en un transporte individual. La idea de no sentir miedo nos fascina, pero además nos moviliza y nos llena de argumentos para poder vivir así: libres, tranquilas y sin que debamos buscar quién nos proteja de otro ser humano.

Seguiremos persistiendo hasta alcanzar una igualdad material y hasta que la libertad sea para todas, sin condiciones, sin religiones, sin patriarcados.

@Lore_Castaneda

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