Una vez escuché a Faryd Mondragón relatar cómo, antes del primer partido de la Selección Colombia en Brasil 2014, él le había advertido a sus compañeros que cantar el himno nacional en un mundial iba a ser una experiencia inolvidable e incomparable. Dijo:
“Las mejores cosas que han pasado en mi vida han sido el nacimiento de mis dos hijos y haber entonado el himno nacional en un mundial. Y después del partido de Grecia todos me dieron la razón”.
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Y sí, tiene razón. Nada como cantar a todo pulmón el himno nacional en un mundial (eso sí, cantarlo con el uniforme puesto desde la mitad de la cancha debe ser una cosa de locos). Cuando suenan las primeras notas, cuando llegan esas trompetas que hemos oído desde que tenemos conciencia el cuerpo se enloquece. Un hormigueo impresionante se apodera del cuerpo y el cerebro se torna más colombiano que nunca. Cantar no es suficiente, hay que gritar. Gritar con todo las fuerzas posibles para que los 11 guerreros que están en la cancha sientan que no están solos, para que ellos sepan que se pueden comer el mundo entero y que nada ni nadie los puede parar.
Dan ganas de llorar y de abrazar. No sé si de alegría, de nostalgia, de orgullo o de qué, pero dan muchas ganas. Y uno cree que es el único, pero cuando mira para los lados y ve a miles con la camiseta amarilla y con los ojos aguados, con lágrimas en la cara, abrazados como novios que no se ven hace mucho tiempo, sabe que es una rara enfermedad que dura pocos segundos y que se debe disfrutar al máximo. Finalmente todo termina con un fuerte, inmenso, sentimental y esperanzado “¡¡¡VAMOS COLOMBIA!!!”. De ahí en adelante es otra historia que termina diferente según el partido, pero seguro que la entonada del himno siempre será la misma.
Nos vemos en Twitter (@Juansq) para hablar más de fútbol.
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