Cuando era niño lo que más me gustaba de las novenas donde mi tía Flor era cuando terminaban y nos daban las chispitas, los volcanes, los totes y todo el otro arsenal de pólvora que quemábamos tanto grandes como chiquitos, en medio de un jolgorio familiar que por lo general se extendía hasta más allá de la media noche.
Mi favorito era el volcán. Ponerlo en el centro de la calle, prender un fósforo o con una vela encender la mecha y ver cómo fluía toda esa majestuosidad de colores (porque eso era lo que significaba para mí), explotando posteriormente y lanzando chispitas por doquier.
No recuerdo que alguien hubiera salido herido de una de esas noches de novena, de Navidad o de Año Nuevo, épocas en las que uno de mis primos agregaba el detalle de unos globos con los que había que tener mucha técnica para hacerlos elevar y que luego uno veía perderse en el horizonte y nunca sabía a dónde habrían de caer.
Los voladores no podían faltar. Pero fueron estos los que nos dieron una lección en la casa de un vecino de mi tía. Estábamos en la calle. Los papás tomaban con una mano el palo, con la otra recibían un cigarrillo prendido y con un estilo único lo ponían en la mecha, la prendían, aguantaban un poco a que ‘jalonara’ y lo soltaban al firmamento. Parecían un cohete. La parte de abajo daba una cola de fuego que impulsaba la pólvora y estallaba. Al mismo tiempo, quien lo había lanzado daba un grito de júbilo que representaba el deber cumplido.
Y la escena se repetía una y otra vez. Pero ese día, no sé quién, prendió mal el volador. O mejor dicho no lo supo echar. Porque cuando lo soltó, no salió hacia arriba sino hacia atrás y se metió en el garaje de los vecinos, en donde había unos carros parqueados, recorrió todo por debajo, mientras la gente corría a salvar su pellejo en medio de un susto que no se calmó sino hasta que el volador ‘de marras’ se apagó.
Pero eso entre aguardientes era un jolgorio. Del susto se pasó a la relación de testimonios de uno y otro que comentaba que subió las escaleras, que saltó hacia afuera, que corrió lo más que pudo…
Pero en aquellos años esas eran anécdotas jocosas que se celebraban con uno que otro aguardiente, y se continuaba lanzando los voladores hasta que no quedara el menor rastro de ellos.
Luego de esa fiesta, la familia, los amigos y los vecinos prendían la rumba que podía ir hasta el amanecer. Nadie pensaba que podía haberse puesto en riesgo o habría podido causar un daño a alguien más. Era tan normal aquello de la pólvora, que lo anormal era no tenerla.
A ninguno de nosotros, incluyéndome, se nos habría pasado por la mente que eso era malo ¡Qué buena diversión!
Por eso, cuando en una época empezaron a hablar de prohibir la pólvora, todos podíamos decir que era imposible. Pero la prohibieron. Aún así, la gente se daba (y aún se da) sus mañanas para conseguirla, porque los puestos de venta estaban por todos lados e incluso la policía era alcahueta y se hacía la de la vista gorda.
Fue entonces cuando empezamos a conocer los casos de personas quemadas con pólvora. Algunos habían conocido a un vecino o a un familiar que había sufrido las consecuencias. Pero como no se consideraba malo utilizarla, no había peso de conciencia en hacerlo.
Llegaron entonces las campañas y nos enteramos de la cantidad de gente quemada. Nos empezamos a dar cuenta de que el asunto no era de un vecinito al que le pasó eso, sino que era de muchos vecinitos y no vecinitos, a los que la pólvora les había cambiado la vida.
Empezamos a saber que había una unidad de quemados en el hospital Simón Bolívar. Y, además, a conocer las estadísticas de las autoridades. Ahí fue cuando se empezó a hacer conciencia de que el asunto de verdad era peligroso.
Desaparecieron los kioskos de venta de pólvora y ahora solo había puesticos pequeños, con mucha pólvora para vender, pero con la facilidad de ser recogidos en minutos si la policía llegaba por allí. Pero las personas vamos madurando. Con el cambio de generaciones las cosas se van haciendo distintas.
Y nos encontramos con una generación que repudia la pólvora y ya es consciente del daño que hace. Vemos personas de nuestras edades que ya saben que podemos poner en riesgo la vida de nuestros hijos solo por el gusto de prender un volcán o unas chispitas o un volador o peor aún, unas buscanigüas , que antaño eran el terror de los transeúntes en época de Navidad, porque las lanzaban en las calles y tomaban distintos rumbos, a tal punto que no había otro camino que saltar cuando una de ellas se acercara.
Hoy ya somos conscientes de que podemos afectar la vida de nuestros hijos si les damos pólvora. La historia ha cambiado. Ya somos más responsables. Lo que vivimos fue muy rico, pero ya es hora de que nos demos cuenta de que esa etapa terminó, de que ahora se impone el amor por nuestra familia, y que no queremos verlos en una cama del hospital Simón Bolívar.
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