“De este y otros hombres”, del libro escrito por el Dr. Fernando Jiménez del Oso, queremos compartir una parte de este capítulo titulado: «El Síndrome del OVNI».
La semana pasada nos fuimos refugiando en sus letras de diferentes editoriales propuestas, como director de la Revista Enigmas.
Y nos encontramos con estas letras que con todo gusto compartimos para quienes entendemos este tema, mas que un fenómeno OVNI. Este tema nos lleva a un modo del pensamiento al encontrarnos con experiencias que hacen a la conducta del ser humano. En tiempos de confusión, que bien hace detenernos en lecturas de este estilo.
El capítulo completo en el homenaje realizado por la revista Enigmas al momento de su partida.
http://www.revistaenigmas.com/secciones/ciencia-al-limite/homenaje-fernando-jimenez-del-oso
EL SÍNDROME OVNI, Fernando Jiménez del Oso
Biblioteca Jiménez del Oso. Ediciones Luciérnaga
“De este y otros hombres”
Desde aquel cielo poético, cuajado de luceros resplandecientes por el capricho de un dios despilfarrador, hasta este actual, medido en parsecs y explotando eternamente, ha pasado mucho tiempo. El camino recorrido no ha sido fácil, como no lo será el que aún queda por recorrer. Es inevitable en una humanidad que establece continua pugna entre lo consciente y lo inconsciente, entre lo racional y lo afectivo. En su lento avance, el conocimiento ha tenido que vencer la resistencia ofrecida por la Ciencia, esa ciencia establecida y acartonada, cuyos arterioescleróticos representantes tiemblan ante cualquier innovación que obligue a modificar los esquemas tan trabajosamente construidos. Pero, sobre todo, ha tenido que batallar con el lado oscuro del hombre, con esa angustia cristaliza- da en dogmas que es el germen de cualquier religión. El conocimiento conduce a una realidad distinta a la que el hombre necesita e imagina, a una realidad opuesta a lo mezquino. Todo el falso escenario construido para proteger al hombre de su inseguridad va siendo desmantelado pieza a pieza, hasta que sólo quede el paisaje desnudo como único decorado. Y así, por conocer, hemos dejado de ser el ombligo del Universo y nuestros dioses se han convertido en caciques sin prestigio. Tal cambio de conceptos no ha podido producirse sin heridas.
Cuando Aristarco de Samos dedujo que la Tierra giraba en torno al Sol, y no al revés, los sacerdotes pusieron el grito en el Olimpo. Tenían sus razones. Zeus, el supremo dios, era hijo de Cronos y Rea, la diosa de la Tierra. Si ésta perdía su lugar privilegiado como centro del Todo, su hijo, padre de los dioses y de los hombres, se convertía en algo así como un dios de segunda. Por esa causa, espiritualmente poderosa y racionalmente absurda, Aristarco, que ya había calculado con aceptable precisión la distancia Tierra-Sol y Tierra-Luna, fue declarado impío y su hipótesis relegada al olvido.
Como ha sucedido tantas veces en la historia no escrita de este mundo, una religión dejó paso a otra y un dios verdadero sustituyó a otro no menos auténtico. Pero no por ello se abrió paso con facilidad el conocimiento.
Habían pasado diecisiete siglos desde la muerte de Aristarco de Samos, cuando en Torún (Polonia) nació Niklas Koppernigk. Aquel niño habría de proporcionar más de un disgusto a su tío Lucas Watzefrodo, obispo de Ermeland y, consecuentemente, muy interesado en que la Tierra siguiese donde estaba. Primero en Cracovia y después en Italia, donde cambió su nombre por el de Nicolás Copérnico, estudió Astronomía, además de Derecho y Medicina. Y, al igual que Aristarco, dedujo que era el Sol el centro en torno al cual giraba la Tierra, sólo que, a diferencia de aquél, se guardó mucho de contárselo a sus contemporáneos. Probablemente influyó en tan prudente decisión el que fuese canónigo de Fravenburg y conociese bien el entusiasmo que la Santa Iglesia ponía en premiar ideas como ésa. No estaba equivocado. Su obra De revolutionibus orbium caelestium, en la que exponía su teoría heliocéntrica, fue confiada a su amigo Rheticus con el encargo de no publicarla hasta después de su muerte (1543). Bien hizo Copérnico en ponerse fuera del alcance del Santo Oficio porque inmediatamente después de su publicación el libro fue considerado herético. ¿Razones? Más o menos, las mismas que en el caso de Aristarco: como justamente argumentó Lutero, Josué ordenó al Sol que se detuviese, no a la Tierra; de donde se deduce que era el Sol el que se movía. No podía admitirse que un polaco cualquiera, por muy sobrino de obispo que fuese, enmendase la plana a las Sagradas Escrituras.
Sin embargo, el conocimiento termina por abrirse paso entre la estulticia. En 1610, Galileo descubre con su nuevo telescopio las fases de Venus, que ya había descrito Copérnico, y nuevamente la Tierra es desalojada del centro del sistema. Ese año, científicamente memorable, no lo era tanto a nivel social y espiritual. En Logroño tenía lugar un auto de fe que llevaba a la hoguera a seis personas acusadas de brujería, mientras que en el resto de Europa centenares de plazas públicas se iluminaban con las mismas purificadoras llamas. El negarse a aceptar la realidad, si ésta entra en conflicto con lo afectivo, parece ser una constante del comportamiento humano. Hoy sabemos bastante más respecto al Universo. Nuestro actual conocimiento de las distancias estelares debería haber significado una auténtica revolución espiritual. Pero lo cierto es que las vacas siguen siendo sagradas en la India, el Papa católico moviliza a las masas con el mismo mensaje de hace siglos y los iraníes se lanzan alegremente a una guerra santa. Mientras algunos hombres diseñan naves espaciales, otros matan y mueren defendiendo cualquier estúpido símbolo.
Contemplando sin pasión la historia, lo extraño es que la realidad se haya ido imponiendo al sentimiento. Aristarco, Copérnico o Galileo son sólo algunos ejemplos de cómo cada vez que el conocimiento se encendía, miles de irracionales soplidos se apresuraban a apagarlo. No puede atribuirse exclusivamente a la religión; la misma Ciencia, en su carácter de institución, ha contribuido a frenar cualquier idea innovadora. Al mismo tiempo que existía la versión oficial de la Tierra plana, los anarquistas de la Ciencia sabían que ésta es esférica. Y lo sabían, cuando menos, desde los tiempos de Eratóstenes (276-196 a. C.), quien ya había calculado con bastante exactitud sus dimensiones.
A pesar de todo, el paso del geocentrismo al heliocentrismo no fue un excesivo quebranto para el orgullo humano. La Tierra había cedido su preeminente posición al Sol, lo que en cierto modo reivindicaba al viejo dios Samash de los sumerios o al Ra del antiguo Egipto. No importaba demasiado que fuese el Sol el centro de Todo; al fin y al cabo se trataba de Nuestro Sol. El paso auténticamente importante es el que estamos dando en las últimas décadas.
Aquel Sol magnífico, fuente de vida de la que el hombre depende, ha pasado a ser una mediocre estrella de categoría G. Y el sistema de planetas que gira en torno a él, a pesar de sus doce mil millones de kilómetros de diámetro, es apenas nada a nivel cósmico.
De aquel narcisista centro del Universo hemos pasado a los suburbios de la galaxia, un conjunto de doscientos o doscientos cincuenta mil millones de estrellas, con un diámetro mayor de cuatrocientos mil años luz. Por si aún no fuera suficiente descalabro para nuestro orgullo, esa galaxia de la que formamos parte, tan inmensa a escala humana, es apenas una tenue mancha de luz entre los cientos de miles de millones de galaxias que forman el Universo.
Al abrir los ojos a esa gigantesca realidad que nos rodea, hemos tratado de concretarla en cifras, en medidas, en conceptos abstractos que nos defiendan de tal desproporción. Pero si intentamos tomar conciencia de lo que significa cualquiera de esas cifras, cualquiera de esas distancias, nuestra capacidad de comprensión se ve desbordada y sólo queda lugar para la angustia. Carece de importancia el que en unos textos se diga que la galaxia está formada por cien mil millones de estrellas, mientras que en otros se habla de doscientos mil o doscientos cincuenta mil millones. En cuanto salimos del sistema las cifras tienen un carácter más aleatorio que real. En el fondo da igual: un error del cincuenta por ciento o del doscientos por ciento no modifica el concepto de lo inmenso. Los astrónomos actuales calculan que el Universo está formado por mil millones de billones de estrellas. Se equivocan, y ellos lo saben, pero no pueden resistirse a dar cifras, en un intento de racionalizar lo que está más allá de la razón.
Las reflexiones de astrónomos y exobiólogos se limitan a las posibilidades de vida similar a la nuestra; algo así como un intento de razonar la presencia de parientes humanos en el Universo. Con ese limitado presupuesto, la búsqueda se reduce a sistemas solares en los que la estrella central sea comparable a nuestro Sol, es decir, estrellas situadas entre la clase F-2 y la K-1, lo que es tanto como decir que no son muy grandes ni muy pequeñas y están en una edad media de su ciclo. En esta galaxia de la que formamos parte, puede calcularse un número de veinte mil millones de estrellas similares, con su correspondiente sistema planetario girando alrededor. Dentro de esos sistemas, habría que buscar planetas compatibles con formas de vida similar a la nuestra: con una gravedad menor de 1,5, una rotación inferior a 96 horas, y una edad de 2.000 a 5.000 millones de años.
A pesar de un criterio tan selectivo, el número de planetas aptos para el desarrollo de vida inteligente (refiriéndonos sólo a esta galaxia) puede estimarse entre seiscientos y mil millones. Este cálculo se refiere únicamente a las posibilidades biológicas de que existan más miembros de la especie humana. Pero este piojo cósmico llamado hombre ha necesitado de una serie de circunstancias para alcanzar el presente nivel intelectual. Haciendo más equilibrios con los números puede afirmarse, con todas las posibilidades de no acertar en absoluto, que en la galaxia hay trescientos mil planetas habitados por seres inteligentes, por potenciales viajeros del espacio.
Aunque evidentemente criticable, tal cálculo es el único que está a nuestro alcance. Inevitablemente hay que partir de unos hechos, y éstos vienen a decir que, en la parcela de la realidad que conocemos, los hombres somos la única forma de vida inteligente. Por otra parte, la experiencia proporcionada por el fenómeno ovni nos permite deducir que los que están por ahí fuera son, al menos en su mayoría, bastante similares a los que estamos dentro. Éste es uno de los muchos inconvenientes que los escépticos barajan en el momento de juzgar la realidad de los ovnis. Amparándose en el «evolucionismo», única hipótesis que en la actualidad se considera válida para entender lo sucedido a nivel biológico en este planeta, los hombres somos como somos a consecuencia de una serie de circunstancias accidentales, lo que hace muy improbable que en otros lugares se haya llegado al mismo resultado.
Lo único cierto es que en nuestras hipótesis hay mucha presunción y pocos conocimientos. Ni siquiera hemos resuelto el problema fundamental: el origen de la vida. Incluso tenemos grandes dificultades para señalar la frontera entre lo vivo y lo que no lo es. En el momento de definir la vida hemos de recurrir a la experiencia, a la observación, porque desconocemos el mecanismo íntimo de lo vital. Así, decimos: «Un ser vivo es una entidad separada, de cierta dimensión, que utiliza la química del carbono para efectuar determinado número de funciones, en general agrupadas bajo las tres denominaciones siguientes: autoconservación, autorreproducción y autorregulación».
Deducimos que todo ello es necesario para la vida, porque así son los seres vivos que conocemos. Es imprescindible que sea una entidad separada, que tenga una membrana, un límite que separe su medio interno del medio externo. También debe tener un cierto tamaño, ya que satisfacer las funciones vitales requiere un número elevado de átomos. El que utilice la química del carbono no es una exigencia gratuita; la Naturaleza no juega a la lotería, y el carbono, con su valencia 4 y una masa atómica 12, es el elemento que permite mayor número de combinaciones. Ni el silicio ni ningún otro pueden suplir al carbono en cuanto a su capacidad para formar las variadísimas estructuras químicas que son imprescindibles en un organismo complejo.
Trasladar estos conceptos a la totalidad del Universo es más que aventurado, pero carecemos de diferentes elementos de juicio que los que se derivan de la observación de nuestro propio entorno. Por otra parte, es absurdo pensar que lo sucedido en este planeta es excepcional. Con toda seguridad, existe un plan general tendente a la vida, a la organización de la materia en estructuras complejas capaces de asumir esas funciones antes mencionadas. En la Tierra ha surgido la vida no por casualidad, sino porque ésta surge en cuanto las condiciones ambientales lo permiten. La técnica utilizada aquí por la Naturaleza no tiene por qué ser específica; no hay razón para ello. En otros planetas de características similares, el camino recorrido ha sido o será muy similar. Al fin y al cabo, los ladrillos con los que construir el enorme edificio biológico, los aminoácidos, están pródigamente repartidos.
En 1952, Stanley Lloyd Miller llevó a cabo un experimento que ya es clásico. Reconstruyó lo que había sido la atmósfera primigenia de este planeta: agua, amoníaco, metano e hidrógeno. En las condiciones originales, esa mezcla estuvo sometida a frecuentes e intensas tormentas, por lo que Miller sometió a la suya a descargas eléctricas. Una semana después de iniciado el experimento, el análisis cromatográfico demostraba la presencia de glicina y alanina, los dos aminoácidos más simples, pero, en definitiva, auténticas moléculas orgánicas.
Esta experiencia fue después ampliada por distintos investigadores, añadiendo otras sustancias que también estaban presentes en aquel caldo primitivo del planeta. La adición de ácido cianhídrico permitió obtener más aminoácidos y algunos péptidos cortos. Incluso se consiguió la creación de adenina, elemento imprescindible para la formación de ácidos nucleicos.
Así pues, los materiales precisos para construir la vida fueron proporcionados abundantemente en la etapa inicial de la Tierra. A determinada profundidad de aquellos océanos continuamente agitados por tormentas, a salvo de las mortíferas radiaciones ultravioletas, sin organismos que las consumiesen ni oxígeno que las degradase, las moléculas de aminoácidos se agruparon en cadenas formando péptidos; de éstos se pasó a los nucleótidos y, al cabo de milenios, aparecieron las proteínas y los ácidos nucleicos. Y un día, el día más importante de este planeta, una molécula de ácido nucleico fue capaz de replicarse a sí misma, poniendo en marcha la vida con toda su compleja variedad. Ignoramos qué fue lo que determinó ese «chispazo» de lo vital, sólo sabemos de sus consecuencias. En estos 3.500 o 4.000 millones de años transcurridos, los organismos más simples han ido evolucionando hasta las complejas formas actuales. En muchos sentidos puede hablarse del hombre como la culminación de un proceso evolutivo, aunque llegar a esa conclusión haya significado, una vez más, el enfrentamiento entre la razón y el sentimiento.
En el Génesis se especifica claramente que los seres vivos fueron creados «según su especie», lo que para los exegetas era tanto como decir que las especies son inmodificables, creadas en forma definitiva y, por lo tanto, ajenas a evolución o cambio de cualquier tipo. Oponerse a este tipo de afirmaciones fundamentadas en las Sagradas Escrituras era tanto como negar la Palabra de Dios, algo moralmente impío y socialmente perseguido. Pese a todo, la evidencia acaba silenciando el grito de los fanáticos, y el descubrimiento de los fósiles echó por tierra aquello de las especies inmutables. La observación razonada demostró que cuanto más profundo era el estrato donde se encontraba un fósil, más primitivo en su estructura era éste. William Smith y luego Cuvier iniciaron un estudio ordenado del pasado de la Tierra basándose precisamente en los fósiles, y siguiendo a través de ellos las diferentes fases evolutivas de las especies. La recién nacida Paleontología permitía demostrar que muchas de las criaturas actuales habían sufrido cambios en el pasado antes de llegar a su forma y estructura que nos son familiares. La evolución dejó así de ser una herejía, para convertirse en una verdad indiscutible.
El problema siguiente era el de determinar qué razones habían obligado a los seres vivos a ir evolucionando. Problema que, como es obvio, permitió a los científicos de la época hacer gala de intolerancia y soberbia en el momento de exponer y defender sus teorías.
Una de las figuras clave en la polémica evolucionista fue Lamarck, impulsor de la «adaptación» al medio como hipótesis capaz de justificar los cambios experimentados por las especies a lo largo del tiempo. En 1809 publicó su Filosofía zoológica, en la que de una forma brillante exponía cómo las variaciones en el ambiente obligaban a los animales a sufrir pequeñas modificaciones que luego transmitirían a sus descendientes. La filosofía de su obra se puede resumir en una frase: «la necesidad crea al órgano».
Como la de otros muchos grandes investigadores, la vida de Lamarck (1744-1820) fue una hermosa vida premiada con un oscuro final. Era el menor de once hermanos, lo que, unido a la precaria situación de la familia, le obligó a preocuparse primero del sustento y después del estudio. Lo del sustento lo resolvió como militar y luego como empleado de banca. Lo del estudio fue satisfecho con la observación tenaz de la Naturaleza y la asiduidad a los cursos que se impartían en el Museo de París. En esa época inventó una clave para la clasificación de la fauna y de la flora que aún continúa utilizándose. Por fin, cuando contaba cuarenta y nueve años, le fue ofrecida una cátedra que nadie quería, la de animales invertebrados. Ya dentro del ambiente científico, su nombre empieza a ser conocido entre los detractores del evolucionismo, hasta que toma conciencia de su error y se pasa a las filas de aquellos a quienes combatía. Aunque hoy interpretemos sus ideas como equivocadas, la Filosofía zoológica es el primer intento serio y razonado de explicar la teoría evolucionista. Sin embargo, no era el momento adecuado, sus discípulos y colegas estaban aún demasiado condicionados por las viejas ideas y pocos o ninguno le hicieron caso. Ya no se quemaba a los herejes en la hoguera, pero la so- ciedad tenía otras formas de vengarse de aquellos que atentaban contra el orden establecido. Lamarck conoció la soledad y el descrédito. Cuando murió en 1820, y por razones que no están demasiado claras, su cadáver fue arrojado a una fosa común.
La tesis de Lamarck puede resumirse con un ejemplo que él mismo utilizó: el de la jirafa. Según el evolucionismo por adaptación al medio, la jirafa pudo ser en principio una especie de antílope que se alimentaba con hojas de árbol. Al escasear las hojas en las ramas bajas, el antílope precursor de la jirafa se vio obligado a ir alargando cuello, lengua y patas, para tener acceso a las hojas de las ramas altas. Los pequeños cambios se fueron transmitiendo genéticamente a sus descendientes y éstos adquirieron cuello, lengua y patas cada vez más largos, hasta llegar a las medidas actuales. Esta explicación significa una herencia de los caracteres adquiridos; una idea sugestiva, pero incompatible con los conocimientos actuales sobre genética.
El paso definitivo para hacer del evolucionismo una teoría científicamente aceptable fue dado por un inglés de familia acomodada llamado Charles Darwin, cuya biografía ocupa lugar destacado en los libros de escuela. En 1831 embarcó en el Beagle como parte de una expedición científica que durante cinco años recorrió parte del mundo. En las islas Galápagos surgió el germen de su teoría, al observar la tremenda variedad de pájaros pinzones y deducir que ésta era consecuencia del aislamiento y la especialización en distintas fuentes de alimento. Ese problema ocupó su mente durante muchos años, hasta que terminó por formular su hipótesis de que la lucha por conseguir alimentos era un mecanismo de selección que permitía sobrevivir a los más fuertes o más hábiles.
Supongamos que una manada de antílopes es atacada por un numeroso grupo de fieras. Sólo se salvarían aquellos que corriesen más: los antílopes dotados de patas más largas. Éstos deberán su salvación a mutaciones genéticas, que son inevitables en cualquier especie y que traen como consecuencia el que, aunque en pequeña medida, todos los individuos sean diferentes. La peculiaridad, hasta ese momento anecdótica, de tener las patas más largas les ha permitido salvar la vida. Siguiendo las leyes de la herencia, parte de sus descendientes llevarán también genes «patas largas». Si la presión de las fieras se mantiene, también se mantendrá el mismo criterio de selección, sobreviviendo sólo los portadores de ese tipo de genes. Al cabo de un largo período de tiempo en esas condiciones, la colonia de antílopes estará constituida sólo por individuos de patas largas. A este proceso evolutivo lo llamó Darwin «selección natural».
Si volvemos al ejemplo de la jirafa, se puede ver bien la diferencia entre la «adaptación al medio» y la «selección natural». Según esta última teoría, la jirafa posee su larguísimo cuello no por un proceso de alargamiento consecutivo a la escasez de hojas bajas, sino por una mutación genética inespecífica que permite que existan jirafas con un cuello más largo, como hay otras que poseen el rabo más corto o las orejas más grandes. Las jirafas que tienen el cuello más largo pueden sobrevivir cuando empiezan a faltar las hojas en las ramas bajas de los árboles y también escapar más rápidamente de los depredadores, ya que su cabeza está en una posición más ventajosa para advertir la presencia de éstos. Consecuentemente, serán las jirafas portadoras de genes «cuello largo» las que irán sobreviviendo.
Si no existieran razones para la «selección natural», las mutaciones genéticas permitirían que coexistieran jirafas de cuello largo y de cuello corto o antílopes de patas largas y patas cortas. Y era eso lo que Darwin observó en las islas Galápagos, donde convivían hasta catorce especies diferentes de pinzones. La ausencia de modificaciones en el ambiente no había hecho necesaria selección alguna, lo que había permitido el libre desarrollo de las diferentes tendencias genéticas.
El planteamiento era correcto y la hipótesis darwiniana terminó por imponerse, pero no sin el consabido enfrentamiento entre la razón y el sentimiento. El evolucionismo se oponía a los principios bíblicos, tal como entonces eran entendidos. Para muchos, la creación del hombre había tenido lugar en el año 4004 antes de Cristo, como sabiamente dedujo el arzobispo irlandés James Ussher en el siglo xvii. Admitir que el hombre era consecuencia de un largo proceso evolutivo y que tenía un antepasado común con los monos era demasiado admitir.
Los fósiles estaban ahí, como una muda confirmación de que las criaturas de este planeta no habían sido creadas con su forma actual, sino que habían llegado a ella tras lentos y progresivos cambios. Así pues, ante la desesperación de algunos (como el biólogo inglés P. H. Gosse, quien afirmaba que los fósiles eran una trampa puesta por Dios para comprobar la fe de los hombres), el planteamiento evolucionista fue aceptado. Lo de que compartimos nuestro remoto origen con los simios no se aceptó tan fácilmente y dio origen a sabrosos choques dialécticos. En los cafés fue tema de tertulia y en los periódicos dio motivo para apasionados artículos. Cuando menos, Darwin proporcionó tardes muy animadas a nuestros tatarabuelos.
De las crónicas de aquella época, merece destacarse un encuentro especialmente notable, el que tuvo lugar entre el biólogo Thomas Henry Huxley, defensor de la teoría de Darwin, y Samuel Wilberforce, un obispo anglicano con merecida reputación en el campo de las Matemáticas. Es de suponer que el debate, estuvo rodeado de la máxima expectación, dado el prestigio de ambos contendientes. Huxley era conocido por el apodo de el bulldog de Darwin, por el apasionamiento que ponía al de- fender las ideas de su colega, y Wilberforce respondía al sobrenombre de Sam el adulador, por la mordacidad de sus palabras, siempre adornadas con los términos más corteses. Lo más interesante de aquel combate dialéctico fue el final. La batalla parecía perdida para Huxley cuando el obispo, agotados ya los argumentos de ambos, le preguntó amable- mente si era gracias a su abuelo o a su abuela como él pretendía descender del mono. Tras la carcajada general, se hizo un silencio expectante; le correspondía al biólogo dar una adecuada respuesta a tan hirientes palabras, o abandonar la sala con el recién adjudicado rabo entre las piernas. Después de meditar unos instantes, se puso en pie y respondió: «Ante la pregunta de si prefiero tener como abuelo a un despreciable mono en lugar de un hombre generosamente dotado por la Naturaleza, dueño de grandes recursos, y que, sin embargo, utiliza esas influencias y recursos con el fin de introducir el ridículo en una discusión científica pretendidamente seria, indudablemente afirmo mi preferencia por el mono».
En alguna medida, la respuesta de Huxley simbolizaba el triunfo de Darwin. Los hechos tienen más fuerza que las palabras, aunque éstas estén cargadas de ingenio. La «selección natural» terminó por ser aceptada como una hipótesis plausible, confirmada por los hallazgos paleontológicos. Su artífice pasó a ser una figura indiscutida de la Ciencia, y a su muerte, en 1882, fue enterrado con todos los honores en la abadía de Westminster. Lo que no deja de ser un contraste doloroso con la «fosa común» que acogió los restos de Lamarck, el otro gran defensor del evolucionismo.
A pesar de todo, nuestro origen está aún por resolver. La hipótesis de un tronco común del que luego derivaron los hombres por un lado y los simios por otro, es sólo eso: una hipótesis. Razonable, lógica, necesaria incluso, pero indemostrada en tanto no se encuentren los restos de lo que se ha dado en llamar el «eslabón perdido». Su búsqueda puede considerarse como una de las más utópicas empresas; apenas una probabilidad entre un cuatrillón. También resulta ejemplar, porque ilustra sobre la fragilidad con que están construidos los esquemas de la Paleontología. En esa marcha hacia atrás en el tiempo, tras las huellas de «nuestros primeros padres», vamos a encontrar tales lagunas e incoherencias, que hace falta ser muy ingenuo, o muy tendencioso, para afirmar que el origen del hombre es un tema resuelto o siquiera esbozado.
Los hallazgos paleontológicos son fruto más de la casualidad que de la búsqueda. Canteras, derrumbamientos, obras comunales… son la fuente casi exclusiva de restos humanos o prehumanos. No podría ser de otra manera; porque no es viable excavar sistemáticamente el suelo; antes de haberlo hecho en una milésima parte de la superficie terrestre, ya serían vetustos fósiles los que iniciaran tal empresa.
A esas razones de la casualidad, y no a otras, se debe nuestro conocimiento de que existió un «hombre de Cro-Magnon», cuyos restos fueron descubiertos en 1868, durante unas obras para el ferrocarril en el sur de Francia. Restos similares se encontraron por aquellos años en otros lugares. Se trataba de un hombre apuesto, de frente despejada y capacidad craneal similar a la de cualquier político actual. Aunque antepasado nuestro, ya que vivió hace 35.000 o 40.000 años, por su aspecto podría pasar inadvertido en cualquier reunión social de nuestros días.
Bastante más tosco y grosero debió de ser el «hombre de Neanderthal», contemporáneo del anterior, pero con más dilatada historia, puesto que vivió entre los 30.000 y 200.000 años anteriores a esta época. Su nombre procede del valle alemán de Neanderthal, donde se encontraron sus restos en 1857, pero también se hallaron huesos similares en África del Norte, en Rusia, en Palestina y en Irak. Debió de estar muy extendido por el planeta, porque incluso en lugares tan distantes como Rhodesia o Java han quedado huellas de su presencia. Su imagen no era precisamente la de un intelectual: tenía corta estatura y estructura ósea maciza, además de gruesos arcos superciliares y frente inclinada hacia atrás. A pesar de todo, era un hombre con todas las consecuencias, ni más tonto ni más feo que muchos de los especímenes actuales.
A partir de estos dos cercanos antepasados el terreno se hace mucho más inseguro; las piezas del rompecabezas son escasas y, consecuentemente, más arriesgadas las deducciones. Por ejemplo, al hablar del «hombre de Heidelberg» se está haciendo referencia a una mandíbula encontrada en esa localidad en 1907. Tampoco es mucho más completo el «hombre de Swanscombe», apenas unos fragmentos de cráneo; lo suficiente, no obstante, para deducir que se trataba de un Homo sapiens bastante más antiguo que el de Neanderthal. Todavía más viejo, aunque dentro de la categoría Homo sapiens, puede considerarse al dueño de los restos encontrados en Budapest en 1966 y cuya antigüedad se calcula en medio millón de años.
Antes de estos restos mencionados, el término sapiens es sustituido por otros menos gratificantes, pero haciendo siempre referencia a individuos radicalmente diferentes a los monos. De esta manera, el llamado Pithecanthropus erectus que se encontró en Java a finales del siglo pasado poseía un cráneo menor que el del hombre actual, pero decididamente mayor que el de cualquier mono. Tampoco está de más señalar que esas deducciones se han hecho sobre un trozo de cráneo y un fémur, resultando correctas a pesar de tan precario material, ya que han sido hallados restos del mismo individuo en otros lugares y en épocas posteriores, como los dientes, mandíbulas y cráneos encontrados en Pekín (incluido el cráneo completo descubierto en 1929). En esta ocasión se le dio, por razones geográficas, el nombre de Sinanthropus pekinensis. A pesar de lo reducido de su cráneo, fue capaz de utilizar el fuego y construir herramientas de hueso y de piedra.
Lo que ya plantea algunos problemas es que Sinanthropus y Pithecanthropus vivieron hace 500.000 años, es decir, al mismo tiempo que un Homo sapiens: el de Budapest. De esta forma quedó claro que el criterio inicial de atribuir mayor antigüedad a los homínidos de cráneo pequeño era demasiado simple. Durante cientos de miles de años convivieron hombres similares al actual con otros que estaban a medio camino entre el hombre y el mono.
Tampoco las hipótesis sobre el lugar de origen y las migraciones de los hombres primitivos son dignas de gran respeto. Gracias a los hallazgos de Java y Pekín, los paleontólogos habrían jurado hace unos años que Asia era la cuna de la Humanidad. Y lo hubieran hecho en falso, porque en una cantera de Taungs (Sudáfrica) se encontraron en 1924 los restos de un pariente nuestro aún más antiguo, al que inmediatamente se bautizó con el sugestivo nombre de Australopithecus africanus. Pronto aparecieron más trozos de hueso en aquella zona y se pudo ha- cer un retrato aproximado de su apariencia y costumbres. También se pudo comprobar cuán frágiles son los argumentos utilizados para clasificar a nuestros antepasados, ya que el cráneo de aquel viejo africano, que caminaba erguido y construía herramientas, era menos humano que el de Java (lo que teóricamente le hacia más antiguo), mientras que sus dientes eran mucho más «modernos». Tampoco la datación es muy precisa; su edad se calcula en un mínimo de 500.000 años y un máximo de 3.000.000.
Si continuamos este viaje hacia nuestros orígenes, las lagunas se transforman en océanos. Tomemos el caso del Ramapithecus. Hace unos cincuenta años se encontraron sus restos en el norte de la India; se trataba del maxilar superior de un individuo más cercano a los monos que al hombre actual, pero incluible en la lista de sus remotos antepasados. Se le calculó una edad de tres millones de años. Aceptémoslo así; al fin y al cabo, el pasado es oscuro y sólo los paleontólogos llevan linterna. Pero ¿qué pensar entonces si nos enteramos de que Leakey ha descubierto en 1962 los restos de un individuo similar al Ramapithecus que tiene nada menos que catorce millones de años de antigüedad?
O los paleontólogos están locos al utilizar sistemas de datación que no sirven para nada, o el pasado es, hoy por hoy, un galimatías indescifrable. Once millones de años es una diferencia demasiado notable como para pasarla por alto. Aun así, carece de importancia si incluimos aquí otros hallazgos convenientemente excluidos de los libros de Paleontología y relegados a las revistas especializadas por el peligro que representan para la «estabilidad» de tan frágil ciencia.
Según el esquema presentado hasta ahora, al que bien podríamos llamar «oficial», la antigüedad del hombre «moderno» no va más allá del medio millón de años. Sin embargo, en 1860 se encontraron en un depósito glaciar de hace diez millones de años los restos de un hombre, dos niños y una mujer que, según el antropólogo Sergi, pertenecerían a seres humanos similares a los actuales, no a toscos homínidos. A pesar de los problemas que plantean para su clasificación, no son los únicos restos «incómodos» que se han encontrado. El profesor Johanes Hürzeler, del Museo de Historia Natural de Basilea, estudió una mandíbula aplastada que perteneció a un niño y que fue hallada en un bloque de carbón del Mioceno; lo que equivale a una antigüedad de 12 a 25 millones de años.
En cualquier libro sobre el tema, se puede leer la fecha en que se ex- humaron los despojos del Australopithecus africanus; lo que no es tan fácil de encontrar escrito es que dos años después, en 1926, se encontró un diente humano, concretamente el segundo molar inferior, en un lecho carbonífero de Montana. Según el estrato en que se hallaba dicho diente, su poseedor vivió entre 36 y 55 millones de años antes de ahora. Lo que significa «ayer mismo» si se compara con el cráneo, también decididamente humano, que Karsten y Dechen encontraron en otro lecho carbonífero (esta vez en Alemania) de hace 100 millones de años.
En realidad, la única razón para considerar insólitos estos hallazgos es el excesivo apresuramiento con que se han hecho los esquemas cronológicos. Se ha pretendido construir un edificio sin contar más que con media docena de ladrillos; el que se viniera abajo era inevitable. Teóricamente no hay motivo alguno para asombrarse de tales hallazgos. Y si lo hubiera, da igual, porque ahí están. Como están los dos esqueletos fosilizados que se encontraron en mayo de 1971 en una mina de cobre de Lisbon Valley, al sur de Moab (Utah). Estaban teñidos de verde por las sales de cobre y en el interior de una roca perteneciente a un estrato de hace 100 millones de años. Lo más extraordinario (paleontológicamente, se entiende) es que, según el estudio que realizaron el paleontólogo Stokes y el doctor J. P. Marwitt, profesor de Antropología de la Universidad de Utah, los esqueletos corresponden a ejemplares de Homo sapiens. Admitir que hace cien millones de años existían hombres como nosotros puede resultar fácil para los profanos, pero estremecedor para los expertos. Tal vez por ello, la Universidad de Utah decidió no fechar los restos y enviarlos a otra universidad. Ignoro si continúan sin fechar.
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