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Es inevitable no oírlos. Por más que hayamos sido criados con el “Manual de urbanidad y buenas maneras” de don Manuel Antonio Carreño es imposible ordenarle a nuestros tímpanos que no registren las voces, en todas las entonaciones existentes, emitidas por las decenas de personas con que nos topamos a diario en el transporte público, particularmente en Transmilenio (TM).

 

No se trata de ser chismoso por vocación, porque, repito, cómo hacerse el de los oídos sordos ante electrizantes confesiones de desabrochados colegiales, que con aire heroico –y cínico-, narran a sus crédulos compañeros de viaje, y de paso a la veintena de orejas circundantes, cómo hicieron copia en el examen de química o, en el caso de las niñas, cómo confeccionaron la mentira para que sus papás les dejaran ir a un paseo con la familia de la mejor amiga, cuando en realidad vivieron su primera fuga pasional, en la ciudad de Cali, con el hormonal novio de turno.

 

Se oyen historias de todo tipo en buses, busetas y articulados (claro que los que guardan mejor repertorio de estos rumores ciudadanos son los taxistas); hay narraciones de amor y desamor (ayer por ejemplo escuché esta queja que un apesadumbrado joven le compartía a su amigo: “no hay derecho manito; desde julio para acá me gasté un millón de pesos mensuales en esa vieja ¡para que me venga a sembrar cachos con ese chichipato!”), de aventuras escolares y universitarias, de empresas exitosas y también de desventuras en el mundo de los negocios; de proyectos de vida y, la categoría campeona, de personas que dan divertidos conceptos de sus semejantes, sean ellos sus esposos, sus hermanos, sus compañeros de trabajo o estudio y/o de sus vecinos ¡Hay cuentos para todos los gustos!

 

Varias son las características de esos relatos urbanos: la primera es que son anónimos ya que no conocemos las identidades de sus emisores e, incluso, muchas veces –debido a la llenura de los automotores públicos- no logramos ver los rostros de los hablantes; la segunda es que son inofensivos o de baja peligrosidad, casi inocentes; a nadie hace daño escuchar lo que no le incumbe siendo los involucrados en los relatos sus únicos beneficiados o afectados. La tercera particularidad de esos ecos de ciudad es que además de la diversidad de temas, nos presenta a los impertérritos escuchas un conjunto variopinto de juglares: los hay con notables recursos histriónicos que le cuentan no sólo a su inmediato interlocutor sino que, sabiéndose con auditorio, narran para todos aquellos que quieran y alcancen a prestar atención a sus cuitas. También hallamos a los recatados que por más que susurren no logran el volumen íntimo para sus anécdotas y al contrario, muy a su pesar, consiguen que sus vecinos de pasillo en transmilenio acerquen más sus antenas para captar esos cuchicheos que, de seguro, tienen calidad garantizada.

Los hay vulgares, uribistas y cultos; también encontramos presumidos y mentirosos (¿han escuchado a esos que vociferan por sus celulares que van por las Américas cuando en realidad el bus transita a la altura de la estación Marly?)… oímos, de estos últimos, relatos que nos invitan a entrar en rescate de cándidos/as  oyentes de ocasión que parecen tragar entero todo lo que su fanfarrón parlante les suelta sin un mínimo de rubor.

 

Pero la característica que más valoro es aquella que refleja la clase de ciudad por la que se transita. Una cosa son las pequeñas historias captadas en el metro de Medellín, otra las que se pueden registrar en un bus barranquillero o caleño y una muy distinta son las conocidas en esos buses rojitos (los articulados) y verdes (los alimentadores) del Distrito Capital. Claro, los entornos, los ambientes, los climas y la cultura de estas urbes son distintos y sus gentes también. Es más: encontramos diferencias sustanciales dentro de las mismas ciudades; por ejemplo, entre los relatos producidos en las rutas urbanas del suroriente bogotano y los percibidos en Ciudad Salitre y entre los escuchados en esos sectores y los del Chicó o Suba. Lo mismo podrá decirse de Medallo y Cali: seguramente las conversaciones suscitadas en el Metrocable difieren de las originadas en los micros de rutas circulares de la capital antioqueña; así como las charlas coloquiales de los pasajeros que terminan sus desplazamientos en el Distrito de Aguablanca tienen un sustrato (y un estrato) común que las hace diferentes de las propiciadas en las inmediaciones de la Univalle o del estadio Pascual Guerrero.

 

No obstante lo anterior, los relatos cotidianos entre habitantes de urbes como Bogotá, Cali, Medellín y Barranquilla, a pesar de diferir en la manera como son enunciados y en los referentes culturales que utilizan sus ejecutores, tienen muchos contenidos comunes propios de ciudad y de estos tiempos: sea que versen sobre los atrasos y afanes debido a las grandes distancias citadinas, de lo maleducados que son los adolescentes de hoy día o de los desmesurados cobros de los recibos públicos; también pueden ser políticos en tanto son críticas mordaces a los respectivos alcaldes, a sus decisiones administrativas y policivas o al incremento inaudito de la inseguridad y la prostitución. Todo ello sin olvidarnos de temas livianos como los desarrollos de la telenovela en la noche anterior, la película de cartelera, el político que fue pillado in fraganti con su amante, el próximo partido del equipo favorito, lo buena gente que es el vecino de la cuadra o lo linda que está la profe de matemáticas…

 

Algún costeño reflexionaba en voz alta en un transmilenio al decir: “eche, esta caja de sardinas si que es aburridora porque ni vallenatos ponen”. A ese corroncho habría que responderle que si bien los pasajeros no debemos padecer o disfrutar con los gustos musicales del conductor; siempre podemos tener la opción de compartir las emisoras, chácharas y melodías del mansito que tiene su walkman a todo volumen y que deja filtrar su bulla hasta los seis  centímetros de distancia que lo separan de siete cabezas más que lo rodean en la ruta D62 de las 7 de la noche de TM; así mismo, que siempre que nuestras propias cavilaciones no superen el umbral de decibeles de los vecinos parlantes (por la noche siempre cotorreamos más que en las mañanas), podremos dedicarnos a ese democrático placer pasivo- activo (todos alguna vez hemos escuchado y hemos sido objeto de atención), rayano en el voyeurismo (de hecho; leer este blog o cualquier texto es también un acto de espionaje) que es transportarnos mentalmente a las situaciones recreadas en las desconocidas voces del transporte público.

 

PD: quizá el único remedio para no oír los ajenos cuentos del prójimo sea echar mano del ardid del rey de Itaca ¿Recuerdan? Nuestro ingenioso Ulises se hizo atar al palo mayor de su barco y ordenó que toda su tripulación se aplicara cera en sus oídos para no desquiciarse ante los seductores, e igualmente mortales, “cantos de las sirenas” ¿Venderán de esa cera en Transmilenio? ¡No me cuenten si la encuentran!

 

 

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