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«Colombia nos robó» es parte de la frase que enseñan en la escuela a niños de Venezuela, Ecuador y Perú: victimizarse ante el vecino fronterizo es una de las características de las narrativas modernas de nación. Los «otros» siempre se apropiaron de manera abusiva de «nuestros territorios». Por cuenta de eso, así como aparecemos como robados, también figuramos como ladrones.
Y ese sentimiento hostil hacia Colombia es más intenso en Nicaragua: un amigo mexicano -que no conoce los antecedentes- miró el gráfico de la zona en disputa y en el chat de Facebook me escribió: «¡Qué injusto! ¿Por qué ustedes que están más lejos se quedan con la mayor parte?»… le expliqué lo del viejo tratado entre los dos países y me interrumpió de manera inobjetable: «¿Y acaso el pueblo nicaragüense tiene la culpa de la ineptitud de sus propios dirigentes?». 
 Armando Beleño, mi profesor de geografía en séptimo grado, bromeaba al explicarnos la escala en los mapas: «… Y San Andrés queda tan distante de la costa que para incluirla en el mapa, respetando la escala, debemos meterla en un recuadro… mejor dicho, la isla casi se ve desde la playa de Nicaragua». Es tan cierto lo que exponía el profe, que si se respetara las 200 millas de jurisdicción marina de toda nación con litoral, la minúscula república centroamericana debería acreditar soberanía sobre casi todo el archipiélago.
¿Qué dejó de ser colombiano? Un pedazo de mar. No se perdió territorio. Y lo mejor: ninguno de los nuestros amaneció siendo nicaragüense ¿Por qué, entonces, tanto escándalo? Vale recordar que nuestra país tiene dos grandes costas (ningún otro sudamericano puede aprovechar ese beneficio) y, sin embargo, no somos potencia pesquera… agua, mar, tenemos de sobra, tanta que la armada nacional se muestra incapaz de controlar, vigilar, «hacer soberanía» sobre el vasto océano Atlántico y Pacífico que se extiende en la latitud norte y la longitud occidental de la Colombia continental.
Esa incapacidad está documentada por las organizaciones ecologistas que denuncian la presencia de embarcaciones pesqueras ilegales y con prácticas predatorias en «aguas territoriales» nuestras y en los reportes de Interpol y Dea que señalan esas zonas acuáticas como de intenso tráfico de estupefacientes. Así las cosas, estamos como el matrimonio de modestos recursos económicos, que teniendo varios hijos sacrifica calidad por cantidad. 
Un antecedente triste es Panamá: casi no existe un solo habitante del istmo que no celebre lo sucedido en 1903, cuando hubo la separación de Colombia. Sin ese hecho, aseguran ellos en foros de internet, «no tendríamos canal y seríamos parte del país más violento del mundo». Duele admitirlo, pero la fecha más importante de ellos es la independencia de nosotros. 
No obstante, no hay que remontarse tan atrás en tiempo ni tan lejos en espacio: en provincias de nuestra patria, inclusive cercanas a los centros de poder (y en las mismas ciudades principales) existen evidencias rotundas del fracaso del Estado y de los gobiernos que lo han administrado. La soberanía no es sólo posesión; también es la promesa cumplida de un Estado de derecho que garantice condiciones básicas de subsistencia y un mínimo razonable de dignidad. De eso sabe mucho el Chocó, entre otras regiones en dónde los niños creen que el Estado es la guerrilla.         
 
En la misma San Andrés (y más en Providencia y Santa Catalina) no es raro encontrar un tufillo anti-continental colombiano. El tema de la autonomía no es algo que descarten de llano. 
Otra de las aristas del asunto es lo de la indignación fabricada: muchos creen que de veras hubo un robo, otros apelaron al segundo deporte nacional, después de la envidia: la paranoia y hablaron de conspiración. Su rabia o desconsuelo es la actitud esperada del público que asiste a una función, en este caso de noticias. Mañana se indignarán por el alza de la gasolina y pasado mañana por una nueva masacre en Palestina ¿Qué de eso es verdaderamente genuino? ¿Existe alguna posibilidad que ese sentimiento se canalice o promueva un cambio?
Y claro, imposible desconocerlo, está el aspecto de la cosmética política. No importaba el contenido del fallo: este siempre sería sujeto de instrumentalización por parte del partido en el poder (el gobierno) y de sus contradictores políticos. Allá cada uno de nosotros si le seguimos el juego a esa técnica electoral. Santos y Uribe en Colombia y Ortega en Nicaragua no desaprovecharán semejante ‘papayazo’.   
Remato con algo políticamente incorrecto -para los colombianos- ¿Por qué no aceptar que los  nicaragüenses también tienen derecho? ¿Cuesta mucho aceptar que podrían ser ellos los de la razón? ¿Por qué no admitir que existe un dejo arrogante en la posición colombiana?.. No me atrevo a formular otros interrogantes que incluyen las palabras colonialista y armamentista. Y que conste que no me refiero a renunciar a las islas y la gente, sino a la bendita agua…

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