Una cuchillada al moribundo. Un puntapié anónimo en el rostro. Un telefonazo con la noticia fatídica. Rabia, mucha rabia. Y ella mezclada con tristeza, con desazón ¿Cómo no recordar al Tano Pasman? (y ese reclamo a su padre por haberlo hecho hincha de River) ¡Por qué carajos escogí un equipo tan maldito! América tendrá un año más del veneno de la B. Sólo un milagro –cuyo verbo sabemos no rima con este club- le devolvería su credencial en primera división.
Buscar culpables ya no sirve: los gringos, la dirigencia, el narcotráfico; la moral pacata del país que lo convirtió en “chivo expiatorio”… descender es parte del juego, pero permanecer en el exilio, es la espuela que no nos deja andar con la cabeza erguida. Que nos hace dormir con ropa y nos secuestra la sonrisa.
América volvió a perder con equipos sin nombre. Apenas salió de las murallas de la A, todas las hordas de alimañas se le fueron encima: las hienas querían cobrar el botín de someter al león caído en desgracia. Y muchos lo consiguieron. Hasta Mohamed Ali sería noqueado en bares de mala muerte. Una cosa es competir en el glamur de la alta competencia y otra batirse en los potreros de la oscura B; después de haberse tragado cientos de kilómetros de carretera. Luchar contra un oponente es posible: contra todos, ni Sansón.
Voces perversas argumentan que el Torneo de Ascenso se valorizó: que ahora se transmite por TV trayendo nuevos patrocinadores (mejorando las finanzas de sus participantes) y de que “la mechita” mejoró la boletería del campeonato. Bien por la Dimayor, magnífico por los rivales, estupendo por el negocio. Maravilla. Sin embargo ¿de qué carajo le sirve eso a nuestro equipo? Ya está bueno. Ver al América en segunda ofende. Hiere. Y también fregó al circo de la A, al que le tocó redoblar las rutinas de los payasos, ante la ausencia del acróbata estrella.
Y hasta afecta las copas internacionales, en las que cada vez que se aparecía ‘El diablo’, había aquelarre futbolístico. Son más los perjuicios que las utilidades, si se tratase de hacer contabilidad. Pero aquí el asunto no es de números sino de tradición, historia y leyenda. Los nuevos que tengan su chance, pero no se entiende que el mejor equipo del año (América es el puntero de la reclasificación), deba repetir castigo con un fallo tan descorazonador: enfrentarse otra temporada a la jauría que de nuevo querrá tragárselo entero. No hay derecho.
Se está apagando de a poco la mechita. Hoy escribo con suma tristeza. Con pesimismo sustentado: todo un pueblo… una nación entera llora por la renovación de la infamia ¿Logrará extinguirse esa llama? Me resisto a creerlo. De ello depende mi cordura.
Yo seguiré alentando. Entiéndanlo: es que no tengo más opción. Ante tanto desencanto del mundo, ante tamaña decepción, me quedo con la tristeza que más me estremece: la de saberme del equipo que todos quisieron matar, el despreciado por el sistema, el maldito; el leproso: el del pueblo de los perdedores. Soy un perdedor. Esa es una condición que, paradójicamente, nos ganamos los americanos. Y ahora para diciembre, me dispongo a disfrutarla. Gracias de nuevo, América.
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